A menudo la vida nos regala momentos que nos traen a la
memoria otros que creíamos olvidados y que nos acarician el alma con nostalgia.
Recuerdos de tiempos pasados que andan
por ahí perdidos, a medio camino entre la ilusión y el olvido, esperando que
una puntita los haga asomar como el mago que saca el pañuelo de la galera. En
estos días se me aparecieron como visiones, en mi teléfono, enviados desde Mendoza,
unas fotos de mi sobrinito más chico, con una máscara nada menos que del Hombre
Araña, y él mismo me ha dicho por teléfono, “soy el ome araña” con una voz
tierna y un convencimiento que me dejó sin habla. Justamente este gurrumín que
es un piojo amoroso de tres años, justo él es “el ome araña”.
Este hecho descongeló recuerdos de cuando Nico, mi hijo,
tenía más o menos tres años, y, por supuesto, también tuvo su etapa de superhéroe. Nico no
se quitaba el traje de Batman ni para dormir, y esta fijación le duró bastante,
con lo cual fue necesario incluso conseguir un segundo traje de un talle más
grande, pues el de Batman original le había quedado chico. Además del traje,
tenía un muñeco con su propio Batimóvil que le permitía imaginar todo tipo de
situaciones donde Batman—él mismo, en su mente—salía a rescatar al desposeído,
al atrapado y a la víctima que colgaba desesperada de la cornisa de un
rascacielos.
En la familia ha habido una variedad de superhéroes en
pañales. Mi hermano Gabriel era, aún sin careta, el “Súper”, pues así lo había
bautizado cariñosamente papá. Esto surgió de una vez que le habían regalado un
karting precioso, anaranjado, con ruedas patonas, que tenía un autoadhesivo que
decía “Súper”. El nombre se le pegó. Luego también pasó por una etapa de
enmascarado, cuando apenas había salido la tira original de Batman y Robin. Él era
Robin, aunque de esto yo confieso tenía un vago recuerdo hasta hace pocos días,
pero lo he corroborado con fuentes que han preferido quedar en el anonimato.
Miki, cuatro años menor, era un bebé cuando papá compró
nuestro primer televisor en blanco y negro. Era un Phillips bastante pequeño, y
había llegado a casa con su mesita de fórmica y rueditas de baquelita. Era de
lo más práctico. El primer programa que recuerdo haber visto en ese televisor
fue el funeral de Juan Domingo Perón, transmitido en cadena nacional durante
tres días que se me hicieron interminables, en el invierno del ’75 si mal no
recuerdo. Nada más aburrido—y por demás tétrico para un niño—que ver un féretro
abierto y millares de personas desfilando para darle el último adiós. Pero
valió la pena aguantar ese tormento, porque lo que siguió en la tele en los
días posteriores fueron episodios de El
zorro, que mi hermanito, aún en pañales y chupete, observaba azorado,
paradito enfrente al aparato y sin perder detalle…
“En su corcel, cuando sale la luna, aparece el bravo Zorro”…
decía la canción de la cortina, y se dibujaba la silueta a contraluz del
enmascarado con su capa y su caballo. Miki se aprendió la canción y por
supuesto consiguió que mamá le hiciera una capa y un antifaz idénticos a los
del Zorro, y andaba por toda la casa con un palo a modo de espada marcando con
la Z a quien se le atravesara.
A mi hija de chiquita le encantaba el clásico en la versión
de Disney de Blancanieves y los siete enanitos. Vio la película tantas veces
que esa parte del video ya se había dañado de tanto retrocederlo, sobre todo la
canción de los enanitos que van a la mina “I-ho, I ho, from home to work we
go….”Ella también tenía su disfraz, era
una blancanieves preciosa de dos añitos.
Trato de recordar, de mi más tierna infancia, cuál sería mi
heroína, mi disfraz favorito. No tengo a mamá para preguntárselo, y los
recuerdos se desdibujan en el tiempo. Sé que tenía un tapado rojo tejido con
una capucha roja como la de Caperucita, y mi más nítido recuerdo de esa capita
son los besos que me daba mamá en los cachetes, casi tan colorados como el
sombrerito.
Creo que los superhéroes, tanto los de hoy como los de ayer,
son la encarnación de esos valores—o anti-valores—que más anhelamos o tememos,
conciente o inconscientemente. La Mujer Maravilla, Superman, Batman, Birdman,
el Increíble Hulk, los Cuatro Fantásticos… y hasta la Pantera Rosa, con su
actitud reaccionaria y pasivo-agresiva, nos ayudaron a crecer, y quizás suplían
con la ilusión del bien o el mal absoluto esa necesidad de ideales que todos
los humanos tenemos. En la edad adulta, nos aferramos a Jesucristo, a la
Virgen, a Mahoma, a Moisés, a Abraham. Nuestra ilusión es poderosa, la
bibliografía es rica y por demás abundante, y con estos superhéroes eternos
vamos remontando las vicisitudes de la vida. La vida no es fácil, está plagada
de trampas, desastres, pérdidas y dolores. Pero si tenemos a mano nuestro
superhéroe personal, quizás con su ayuda podamos afrontar la tormenta. Quizás
nuestro avión no se precipite al abismo. Y quizás, y por sobre todas las cosas,
podamos trascender de esta vida, tan efímera como maravillosa.
El primer recuerdo que tengo asociado con el
fútbol se remonta a un domingo por la tarde, es invierno, mi abuelo Ramón se ha
recostado en el asiento de atrás del auto, arropado con su infaltable chal, el
sombrero gris cubriéndole una oreja, y en la otra una pequeña radio portátil con
una cubierta de cuero marrón, que él lleva siempre. Hacemos un picnic en
Potrerillos, quizás en Las Vegas, en ese lugar tan tranquilo que nos encanta.
Hay un sauce llorón y un arroyito de agua helada. No alcanzo a escuchar el
partido, pero siento la característica catarata de palabras del narrador, en un
tono de voz agudo, es un canto casi… la
lleva fulanito, rrrroba impresionante y contraataca ahora el Lobo, la lleva,
sigue sigue sigue recorta se acerca peligrosamente patea con fuerza directo al
arco yyyyyyy GOOOOOOOOOOOOOOOOLLLLLLLLL….. GOOOOOOOOL DE
INDEPENDIEEEEEEEEEEEENNTEEEEE……. Gooooooooooooollllll im-pre-sio-nante
Independiente unooooooooooooo Gimnasia ceroooooooooooo.
La radio sigue hablando sola toda la tarde. Mi
abuelo no se inmuta. Sólo escucha. Entre jugada y jugada, pasan los avisos
publicitarios típicos, La Morenita, el
sabor del café, y otros, quizás de Neumáticos, Verdini sabe de cubiertas,
Lubricantes Castrol, zapatillas Pampero, y medias Ciudadela. Avisos de
milésimas de segundos, casi subliminales pues se intercalan entre jugada y
jugada. La radio y los goles, los avisos y sus musiquitas constituyen la banda
musical de los domingos. El mate circula entre los adultos, a los chicos nos
dan tortitas o pasteles de dulce de membrillo. Hay un olor en el aire del humo
de las brasas que se adormecen en la parrilla, luego de haber obrado su magia
en el asadito.
Luego hay una laguna en mi memoria… y el
siguiente recuerdo, nítido ya, es del Mundial del ’78. Yo tenía 12 años. Ahora
estamos viviendo en “La Cabaña”, una casita de fin de semana en una finca en lo
que luego se convertiría en zona industrial de Godoy Cruz. Estamos rodeados de
viñas y cañaverales. La Cabaña está en la parte de atrás de la propiedad de
unas dos hectáreas, demarcadas por acequias y álamos. La familia entera
converge aquí para ver los partidos. En este mundial de fútbol, que se juega en
la Argentina, vemos por primera vez los partidos en la tele, seguimos a nuestro
equipo, cantamos la canción del mundial “Vamos vamos Argentina, vamos vamos,
a ganar, que esta banda, bullanguera, no te deja no te deja de alentar”.
Coleccionamos las chapitas o figuritas de los jugadores. Es mi primer recuerdo
de un mundial; todos estamos involucrados… niños, mujeres, abuelas, todos
cantamos, saltamos, y ganamos. Es una gran catarsis colectiva, necesaria pues,
aunque los más chicos aún no nos enteramos, nuestro país pasa por uno de los
períodos más negros de su historia. Comienzan a aparecer camisetas azul y
blancas por todos lados. Kempes con su 10 y su negra melena de gaucho Martín
Fierro. Lúquez, Ardiles, Alonso, Houseman. Recuerdo a Tarantini con sus rulos,
el arquero Fillol, Passarella y otros que se me olvidan. Argentina entera salta
y grita “¡Ar-gen-tina! ¡Ar-gen-tina! ¡Ar-gen-tina!” Llegamos a la final,
Argentina-Holanda, la fiebre de papelitos en el Monumental estadio de River… y
el resto es historia. Salimos a festejar en el auto a la avenida San Martín…
los autos vestidos con banderas, la gente feliz, madres, tías, hijos montados a
"cococho" en los hombros de sus papás. Todos saltando y bailando en
una gigante, palpitante algarabía.
Mundial del ’86. Se repite la emoción. Argentina
clasifica. Seguimos de cerca las predicciones, las decisiones del técnico.
Comienzan los partidos, sudamos frío, cantamos, nos abrazamos, sufrimos,
lloramos. Debuta en la selección el fenomenal Diego Armando Maradona. El
asombro, la magia de la pelota en comunión con las piernas de un virtuoso. Gol,
gol, goooooooool. Argentina derrota a Alemania y nos llevamos otra copa.
Recuerdo ese partido que vi en una fría tarde mendocina, en casa de unos
amigos. Otro asado (cuándo no?), las ensaladas, el patio y los mates… ¡Ganamos
otra vez! Festejamos en las calles, Sarmiento y San Martín, en patota, y
saltamos al unísono, gritando el nombre de nuestra gran patria y cantando hasta
desgañitarnos.
Después del ’87 me tocó vivir el fútbol desde
lejos, desde la fría Nueva York. Allá nadie hablaba de partidos, pues este
deporte no era aún popular en esas latitudes. Para escuchar los partidos de los
mundiales, teníamos que sintonizar la radio hispana, Radio Wado 1280 am, que
era la única que los transmitía. Seguíamos de cerca las fechas. Las rivalidades
de siempre. Argentina-Alemania. Argentina-Brasil. Argentina-Inglaterra. Siempre
la pasión. Siempre los cantitos. El humor de las tiras cómicas. La albiceleste,
camiseta de tantos campeones: Maradona, Goycoechea, Ruggeri, Verón, Batistuta,
Canigia, el Burrito Ortega, Palermo, Riquelme, Aymar, Burruchaga, Tévez…
Inolvidables movidas, cabeceadas, patadas, caídas, penales… y hasta una
inefable, inexplicable “mano de Dios”. El drama de los penales. A veces nos
quedamos fuera… “Andá a llorar a los yuyos”, diría Ramón.
En mi nuevo hogar, con mis hijitos pequeños, me
tocó armar la fiesta para ver los partidos, recibir amigos argentinos, trasplantados
como nosotros. Estar juntos nos unía y nos hacía sentir más cerca. Veíamos
jugar a nuestro equipo con la misma emoción que escuchábamos a Los Chalchaleros
o abríamos un frasco de dulce de leche. Los chicos tomaron sus primeras
papillas con sabor a fútbol, se despertaron sobresaltados con nuestros gritos
de “GOOOL”… Nico comenzó a jugar al fútbol en las ligas menores, luego en el
“travel team” donde la pasión de argentinos, ítalo-americanos, peruanos y otras
hierbas comenzaban apenas a contagiar a los gringos. Para el mundial del ’94,
que se jugó en Francia, fuimos a ver un partido de Argentina con amigos en
Washington, D.C.—otros argentinos, por supuesto. Recuerdo la alegría, la
euforia compartida por grandes y chicos cuando triunfamos, aunque luego
quedáramos eliminados.
Han pasado los años, y cada mundial va marcando
otros cuatro años trascendidos. Para los hombres que son fanáticos del fútbol
más allá de los mundiales, como mi marido, quizás no sea tan interesante. Para
mí, en cambio, que no soy una futbolera fanática, el mundial me brinda una
ventana por la que me cuelo en la pasión de millones de fans en todo el mundo.
Es interesante ver cómo el juego ha evolucionado, cómo hoy ya no hay equipos
superiores y países invencibles. Todos pueden triunfar, todos pueden dar una
sorpresa y llevarse la copa. Y eso es lo lindo. Que venga un equipo “chico” y
se lleve la copa. O que venga uno de los grandes y nos recuerde por qué ha sido
tantas veces campeón. Que sea un juego limpio, justo. Que se saluden los
ganadores con los perdedores, ambos felices por haber tenido el privilegio de
vestir sus respectivas camisetas.
Entre tantos partidos y emociones, y sin darme ni cuenta, me he vuelto toda una
aficionada de este gran deporte. Lo que antes era para mí un grupo de muchachos
corriendo sin ton ni son detrás de una pelota, ahora son jugadas maestras.
Confieso que en parte, mi interés primario, era ver a veintidós muchachos,
luciendo sus piernas torneadas y glúteos casi tan perfectos como la pelota que
se disputan. No lo puedo evitar... me atraen esos cuerpos perfectos, aunque de
vez en cuando también aparecen ojos y algún rostro inolvidable. Los italianos
con sus perfiles y sus ojazos. Los rusos con su estampa y finas facciones. Los
holandeses, españoles, argentinos, en fin... boys will be boys... and girls will be girls.
En este “Brasil 2014” que palpita de goles,
renovamos en familia nuestro fervor argentino, nos ponemos la celeste y blanca,
saltamos y nos abrazamos con los goles, y sufrimos en los minutos críticos,
cuando sabemos que en unos minutos nos jugamos la vida. Sentimos el palpitar de
la adrenalina. La preocupación de quedarnos fuera y ver las ilusiones de esos
muchachos en el tacho de basura. No es fácil para los que pierden, y sentimos
pena por ellos. Más allá de que perdamos o ganemos, ojalá juguemos con el alma.
Ojalá este equipo de Romero, Messi, Di María, Agüero, Higuaín, Mascherano,
Fernández, Monzón, Peruzzi, Garay, Gago, nos haga saltar muchas veces al grito
de ¡GOL!Ojalá sigamos llevando con
orgullo no sólo la camiseta, sino el ejemplo de estos muchachos que se han
esforzado y han dado todo por alcanzar un sueño. Ojalá logren levantar la copa.
Y ojalá sepan que estamos con ellos, corremos con ellos y sientan en sus pies
la fuerza de casi 40 millones de almas que entonan con ellos “Oíd, mortales,
el grito sagrado: Libertad, libertad, libertad”.
*En la clásica novela “Corazón”, de Edmundo de Amicis, hay un capítulo que relata el fenómeno de la inmigración italiana a la Argentina, titulado “De Los Apeninos a Los Andes”. Este libro fue una de las primeras novelas que leí, cuando tenía unos 10 años. Lo recuerdo con nostalgia en este título.
En el comedor de su casa en Tiburcio Benegas, por allá por
los ’80, mi abuela me dictó la primera receta para mi libro de cocina. El plato
en cuestión era “Cola de res guisada”. Era una tarde de otoño, y
estábamos tomando mate, o quizás té con leche, mamá, “la Lolá”—como todos la
llamábamos, cariñosamente poniendo el acento en la “a” en vez de la “o”—y
yo. Ellas dictaban, yo apuntaba para llevar conmigo algunas recetas indispensables a Estados Unidos, donde iba a ir a visitar a mi novio. Con veintiún
años recién cumplidos, sabía poco y nada de cocina—en realidad sabía poco y
nada de casi todo. Lo que sí tenía muy claro era aquello de que “al corazón de un hombre se llega por la boca” y no pensaba
dejar ninguna entrada a dicho recinto librada al azar.
“Se lava la cola”—me dictó la Lolá. Yo me dispuse a tomar
nota, hasta que mamá interrumpió, mientras pensaba en voz alta… “Ay, mami, ¿cómo va a escribir
‘se lava la cola’? ¡Suena muy mal!” Igual sonaban las otras opciones, pero
finalmente nos pusimos de acuerdo en la siguiente: “Después de haber lavado
cuidadosamente la cola”... Las tres nos reímos al unísono, y luego nos seguimos
riendo por años recordando ese momento.
En esa casa tan querida de mis abuelos transcurrieron incontables
horas de mi infancia y juventud. Era una casa amplia y fresca, construida en la
década de los cincuenta, y ciertos toques de distinción y modernos para esa época. Una amplia sala con pisos oscuros y
muebles empotrados, una vitrina para los figurillas de porcelana, cristal de Murano y alguno que otro adorno oriental. Una de las paredes estaba adornada con una colección de platos decorados. Todavía siento lo fresco que era ese ambiente en el
verano. Había un sofá de cuero rojo que miraba hacia el ventanal con cortinas de
voile, y separaba el estar del clásico comedor. La cocina tipo “pasillo” estaba
revestida de azulejos magenta con bordes negros, de lo más chic por aquellos
días, y había un mueble modular tipo bargueño que la separaba del comedor de diario. Este comedor era
el centro indiscutible de la casa; todo lo que se conversaba, todas las
labores y decisiones pasaban por esa mesa redonda que a menudo estaba cubierta con manteles a cuadritos blancos y rojos. El hogar a leña estaba enmarcado por una
repisa sobre la cual descansaba un reloj carillón, que daba las horas con una
campanadas distintivas: goooong gooong gooong… y las medias horas con sólo un golpe
de campana.
Mis abuelos no eran tan mayores aún, ambos de sesenta y pico; llevaban una vida muy activa y, ahora que lo pienso, bastante feliz, a pesar
de las diferencias lógicas en un matrimonio de cierta edad. Su casa era el
centro de actividades de la familia, siempre estaba muy concurrida. Cuando no
se estaba organizando una comida, se hacían preparativos para algún festín, se
cosía algún ajuar o se estaba decorando el pesebre. Las dos hijas y los nietos éramos
parte del revuelo, nos integrábamos en la tarea, cuando no aderezábamos dichas sesiones
con algún dedo ensangrentado, algún chichón en la frente o alguna figurilla de
la repisa quebrada. Y por supuesto, con la consiguiente "lloradera", como le llamaba papá a las rabietas, o las palmadas si nos habíamos portado mal: "te voy a hacer chas-chás en la cola". En el escritorio contiguo
al comedor, lugar semi-sagrado y lleno de tesoros, estaba el flamante teléfono
de baquelita negra con un cordel revestido en tela. Los números se discaban en
un dial giratorio que se movía lentamente con un ritmo que ahora se me haría
una eternidad. Dos-cincuenta-y-seis, siete, ochenta… "¿Holaaaaaa?" Con Gabriel nos peleábamos a ver quién llegaba antes a atender cuando repicaba.
Ramón Francisco Fernández, mi abuelo, era un hombre
sencillo, trabajador, muy serio y conservador. Le gustaban las cosas “como es
debido”, la comida en su horario, la casa en orden, su ropa limpia y planchada.
Siempre llevaba pantalón gris, en invierno de lana, camisas discretas y claras,
y cárdigan azul oscuro. Lo recuerdo muy prolijo y perfumado—usaba Old
Spice—con el pelo completamente blanco bien corto, y notorias entradas en la
frente que a veces cubría con un sombrero. Pañuelo al cuello, y en los días más fríos,
un grueso chal de lana de alpaca. Tomaba una copita de anisado "3 Hermanos" después del almuerzo. Yo lo adoraba. Me encantaba sentarme en sus
rodillas y abrazarlo. Aunque era hombre de pocas palabras, conmigo sí que
conversaba, pues era su niña mimada, la primera y única nieta, hasta muchos años
después cuando llegaron otras dos muñequitas a su vida.
Mi abuelo conmigo en brazos, c. verano del '67
Aquí yo debo haber tenido unos cuatro años
Me llevaba a pasear en su auto—siempre
nuevo e impoluto. Si llovía o corría viento, la salida quedaba suspendida, digamos
que “por mal tiempo”. En realidad él no quería que se embarrara su Valiant, su Chevy,
o su Ford Fairlane. Íbamos “a dar la
vuelta del perro” como él decía. Me llevaba a ver las carreras de bicicletas; lo curioso para mí era que uno de los ciclistas se llamaba igualito que él, Ramón
Fernández, y por supuesto contaba con el patrocinio de su negocio, también homónimo. Recuerdo haberlo acompañado a carreras en
pueblitos que en aquél entonces parecían remotos, como Pareditas, San Carlos,
Tres Esquinas, Agrelo y la clásica “Vuelta de Villavicencio” que era “el sumum”, como él decía.
Un Ford Fairlane parecido al de Ramón
Ciclistas en la Vuelta de Potrerillos
Yo iba en el asiento del acompañante y le iba diciendo todo lo que veía…
“—Veo veo
—¿qué
ves?
—una cosa
—¿qué
cosa?
—maravillosa
—¿de qué color?
—hmmmm ¡verde!”
En el camino a Villavicencio, por si no han ido nunca por
ahí, no hay nada verde, es puro
desierto seco y aburriiiiiiiiiido para un niño que quiera ir distrayéndose con
el paisaje. Después de la cementera viene un camino recto, que parece
que no llega a ningún sitio. Sin embargo, en un momento dado llega a un
arco que separa la nada de este lado de la nada del otro lado… Y cerca del
arco, de “este” lado, hay también un
árbol…¡interesantísimo!
El camino sube y baja y mi abuelo me decía en las subiditas
“¡huiiiiiiija!”, esto me daba una sensación de vértigo en la pancita. En el antiguo
hotel de Villavicencio pasamos días hermosos; este era uno de sus paseos
favoritos. El hotel—hoy abandonado—está enclavado en un oasis de árboles
centenarios, sauces, álamos y cipreses. El aire de montaña es allí siempre helado, y
en invierno la nieve que recubre los techos y las laderas espolvorea de magia
y silencio el lugar. Había un comedor señorial donde el almuerzo del domingo
era un banquete; piscinas de aguas termales, y lo mejor de todo, un área de
juegos para niños con un enorme tobogán—mi hermano se hizo un enorme chichón en
la frente cuando se cayó de ahí arriba—,columpios y subibajas. Había también una
capilla diminuta, donde podía recitar mis oraciones.
paisaje de montaña
viejo tobogán parecido al del Hotel Villavicencio
Otro paseo obligado era ir a la calesita. Mamá me ponía mi
vestidito dominguero, zapatitos de charol negro y medias blancas caladas. La calesita
del Parque General San Martín, importada tal vez de Europa, tenía caballitos y leones que subían y bajaban, algunos autos y botecitos. El abuelo me ayudaba a montar en mi caballito preferido y se
quedaba parado al costado, mirándome pasar. En el centro de la calesita había
una serie de retablos inspirados en “Caperucita Roja”. El señor encargado de la calesita se
paraba en la plataforma y nos tentaba a sacar la sortija, un ganchito que él
sostenía en un taco de madera. Si lograba capturar la sortija, ¡ganaba una
vuelta más! A veces, cuando me cansaba de dar vueltas, el abuelo me compraba un
turrón o un volantín, una especie de molinete para jugar con el viento.
La calesita del parque
Si de mi abuelo aprendí el amor a la naturaleza y a los paseos, de mi abuela aprendí el amor a la casa y a las tardes de té con tortitas. Dolores Mansilla de Fernández, nuestra Lolá, era el alma de la
casa, mezcla de cascabel y revolución envueltos en una malagueña salerosa; de piel trigueña, rellenita y bajita, de carácter fuerte y buen corazón. Se peinaba a la
moda de esos años 70’s, con altos peinados batidos que le agregaban un par de
centímetros. Usaba apenas un toque de carmín en los labios y sombra gris
sobre los párpados, acentuando su mirada profunda y sincera. A veces llevaba
lentes de sol o un pañuelo al cuello, o se cubría el pelo con un pañuelo y lo
anudaba bajo la barbilla, à la “Grace Kelly”. Por ahí anda una foto suya de
juventud; se la ve radiante, con una sonrisa preciosa, dientes perfectos y
blancos, y dos gruesas trenzas castañas que se cruzan formando el tocado. (Foto pendiente)
Viví con mis abuelos Lola y Ramón durante algunos meses
entre mis catorce y quince años, mientras se terminaba la construcción de nuestra nueva casa. En ese período trasladaron el piano a Tiburcio Benegas
para que pudiese continuar con mis estudios durante la transición. Mis abuelos estaban felices con este arreglo, y yo pasé ese año de lo
más mimada. La Lolá, que ya tenía el nido vacío, estaba
encantada de tenerme con ella. Con Gladys, la señora que le ayudaba, me
malcriaron de lo lindo. Preparaban mis platos favoritos—ñoquis caseros con salsa pomarola, zapallitos rellenos con jamón y bechamel, “palomita” rellena
con huevo y espinacas, matambre arrollado, bacalao a la vizcaina, y una infinidad de
dulces y delicias de repostería. De los dulces caseros, mi favorito sin duda
era el dulce de quinotos, toda una delicattessen ya que éste era un fruto exótico en Mendoza, y la jalea de membrillo, o el tradicional
“arrope”, ideales para comer con queso fresco. Era una suerte que a
pesar de ser tan jovencita, yo era muy delgada, porque esa “dieta” no era muy recomendable para cuidar la figura.
Ñoquis a la pomarola
Dulce de quinotos
Quinotos frescos
Lola y Ramón eran ambos hijos de inmigrantes españoles, y habían
quedado huérfanos muy jóvenes. Los padres de él eran originarios de Logroño, en
la provincia de Rioja, y los de ella, habían llegado a la Argentina alrededor
del 1900, procedentes de Nerja, un pueblito cerca de Málaga, con un par de
hijos a cuestas y otro en camino.
La familia Mansilla-Ortega, c. 1920
Las penurias y falta de futuro que
ofrecía Europa por aquellos tiempos habrían impulsado a estas familias a
emigrar a América, en busca de un mejor porvenir. Pese a su común origen
español y a las circunstancias de sus familias, Ramón y Lola eran muy
distintos. Él era intenso y bastante serio, se enfocaba mucho en su negocio, aunque tenía muchos amigos, entre ellos recuerdo a sus vecinos, y a las familias Livellara, Llorca, Ragazzone, y el matrimonio Colo, con quienes se visitaban a menudo. También visitaba a sus hermanas, Anita y Rosa, y a la adorable tía Paz y a su esposo, Julián Echevarría, de quienes recuerdo su sonrisa y buen corazón.
A la der., con un elegante traje claro, Ramón Francisco Fernáncez, c.1940
Ramón había
perdido a sus padres muy temprano, ya a los ocho años trabajaba con el esposo de Anita, su hermana mayor, repartiendo leche en un carromato; por eso tuvo que abandonar la escuela. De
jovencito puso un taller para reparar pinchaduras que con los años y mucho
esfuerzo llegó a convertirse en una importante empresa de neumáticos y
servicios para transportistas, pionera en la región. Allí pasamos muchas tardes, jugando a las escondidas con mis hermanos y primos en el sótano repleto de gomas. Nos escondíamos en las pilas de gomas y nos montábamos
en la cinta transportadora, sacando de quicio al pobre abuelo que no quería que
hubiera ni una pelusa fuera de lugar en su taller.
Vista del Carril Rodríguez Peña, tal como se ve hoy, cerca de donde estaba el taller del abuelo
Lola era simpática y cantarina, le encantaba salir y pasear, vestirse en estampados y tonos alegres, su mayor deleite era cocinar para complacer a su marido y al resto de la familia.
Era una de las menores de siete hermanos, que la habían
criado luego de morir su madre, cuando ella tenía apenas cuatro años. Los
Mansilla Ortega eran unidos y alegres, y muy sufridos. En la Argentina
del “novecento” casi todas las familias eran así, en su mayoría procedentes de
España, Italia y en menor proporción de otros países de Europa. La vida era
sencilla y no excenta de altibajos, y como no había por ese entonces otra forma
de evitar traer niños al mundo—salvo la abstinencia—pues… ¡no los
evitaban!; cuando se reunían los más íntimos eran quince o más. Los hijos nacidos
en el nuevo continente “se hicieron la América”. Había trabajo y oportunidades
para todo el que estuviese dispuesto a partirse el lomo. “Al que madruga, Dios
lo ayuda” era uno de tantos refranes con los que nos taladraron el cerebro de
chiquitos.
Además de cocinar todo tipo de platos, mi abuela adoraba
tejer. En Mendoza el invierno es bastante frío y largo, y los días son cortos.
Yo iba a la escuela primaria en el turno tarde. Cuando salía a las 6 de la
tarde, ya era de noche. A veces iba a la casa de mi abuela a tomar la leche y
a ver la tele. Daban El llanero solitario,
Bird Man, y El Chavo del 8. Nos daban una taza de leche caliente con Nesquik y tortitas tostadas con dulce o mantequilla. Sentados a la mesa redonda
del comedor, con el hogar encendido y viendo la tele, éramos los niños más
felices del mundo. A veces teníamos que hacer deberes, calcar un dibujito del Simulcop o pintar las páginas mimeografiadas con la cara de San Martín o el Escudo Nacional. O teníamos que estudiar las estrofas del Himno o Aurora. Después que caía el sol
la Lolá corría los gruesos cortinados y organizaba la mesa. A veces quedaba
sólo su tejido solitario, y algún paquetito con tortitas o un dulce casero que
llevábamos a casa cuando papá nos pasaba a buscar.
Con los años seguimos viendo a los abuelos a diario, aunque
la vida se nos fue complicando. En mis épocas de estudiante universitaria, Tiburcio
Benegas era lugar obligado de pasada, para recargar pilas, tomar el té y
poner a la Lolá al día de las novedades. En esa época mi abuela había cambiado
su Fiat 1600 celeste por un Renault 12 rural, color terracota, que ella
bautizó “La Carlota”. En ese auto aprendimos a manejar Gabriel y yo. La Carlota
era mi salvación. Siempre me esperaba cuando salía del colegio o de las clases de piano, para
llevarme raudamente a mis otras actividades. Mamá siempre necesitaba una mano, tan ocupada como estaba con mis hermanos, y luego con el trabajo. Y la Lolá siempre estaba allí para salvar el día.
Aunque era una familia bastante tradicional, Lolá estaba dispuesta incluso a salirse del molde por nosotros cuando hacía falta. Cuando conocí al que luego sería mi esposo, que vivía en Nueva York, ella se puso de mi lado cuando decidí ir a visitarlo. Llevaba unos cuantos meses
de noviazgo a la distancia, y comenzamos a planificar el reencuentro. Hoy puede sonar como algo común, pero por aquellos días una "niña" como yo no visitaba a su novio que vivía en el exterior. Pero las cosas se fueron acomodando, y supongo que todos vieron que las intenciones del "muchacho" eran las mejores. Mi
abuela me regaló los pasajes para asegurarse de
que pudiera regresar si así lo deseaba. Con ese gesto, ella me dio la
posibilidad de elegir. Niky por supuesto, eternamente agradecido. Mi abuelo se limitó a
chistar, musitando apenas su desacuerdo. “¡Qué
barbaridad! ¡Qué cosa bárbara, che!”—decía.
Lolá bailando con Niky en mi casa, el día de la boda civil
El día de mi partida de Mendoza en el Aeropuerto El Plumerillo,
estaban conversando mis dos abuelos varones, Antonio y Ramón. Ambos se
recriminaban mutuamente el no haber intervenido a tiempo para evitar ese
desenlace. Que su nieta viajara “solita” ya era lo suficientemente horrible.
Que fuera a visitar al novio, era sencillamente imperdonable. Así y todo, ambos asistieron orgullosos a mi boda, cuando a los
pocos meses regresé de Estados Unidos con el novio en ciernes. “Vino el gavilán
y se llevó la blanca paloma”—sentenció Ramón Francisco, y alzó su copa para
invitar al brindis “Que el barco del amor los lleve al puerto de la felicidad!
¡Salud!”
Ramón se quedó con las ganas de que alguno de sus nietos
llevara su nombre; decía mamá que “Ramón” era demasiado feo, pero lo reivindicamos
parcialmente cuando nació su bisnieto y lo bautizamos Nicolás Francisco,
salvando el honor con el segundo nombre. Él no alcanzó a conocer al pequeño tocayo,
pues murió de un ataque al corazón, antes de que yo pudiera llevar
el bebé a Mendoza.
Con sus rarezas y sus obsesiones, Ramón Francisco
está siempre en mis pensamientos. Lo recuerdo sentado en la mesa del comedor,
esperando a que sirvieran la cena, con sus gruesos lentes y su periódico, que
leía religiosamente. Una vez Lolá había hecho albóndigas con salsa. Ramón no veía bien, y una albóndiga fue a parar a su impecable pantalón. "Lola, estas albóndigas están muy redondas!"--sentenció. Sin duda era todo un personaje! En uno de mis viajes de visita a mi Mendoza querida,
recién casada, fuimos juntos a ver el Carrousel de la Vendimia en la esquina de
Tiburcio Benegas y Emilio Civit—nuestro lugar favorito para avistar el
tradicional desfile. Él iba feliz, con mis primitas y conmigo, las tres
“pequeñas” reinas de su corazón. Ya habían pasado para mí los años de la
calesita y el molinete, pero él disfrutaba sabiamente ese momento.
Tuvimos a la Lolá con nosotros por muchos años más—de hecho
ella sobrevivió a mamá. Yo la
visitaba cuando estaba en Mendoza, le llevaba algún recuerdito o algo que traía
de casa. Siempre me preguntaba por mis hijos, se acordaba perfectamente y me
interrogaba por uno u otro pariente, siempre en el mismo orden. Se reía
acordándose de nuestras travesuras, imitaba a los chicos andando en bicicleta o
bailando. Le costaba mucho acordarse de su Ramón. A veces yo le ayudaba, le
decía “Te acordás cuando me llevaba a ver las carreras de bicicleta”? y ella
cerraba los ojitos, se sonreía y asentía… “¡Ay Mirita, cuantos recuerdos!”
Llevo sus voces, sus perfumes y su amor grabados para siempre
en mi corazón. La vieja colcha de lana tejida al crochet hace tantos años sigue dando vueltas por el mundo con mis cachivaches, igual que aquel cuaderno de recetas donde leo entre manchas "Se lava la cola...". He intentado hacer los dulces de la Lolá y sus salsas, y me pongo feliz cuando me quedan ricos como los suyos. Y siempre que escucho algún tango o valsecito cierro los
ojos y pienso en esos tiempos pasados que no volverán.
Reunión familiar en casa de mamá, c. 1990
Una milonga favorita de todos
por aquellos tiempos
Y les dejo la letra de este vals, todo un clásico como la Vuelta de Potrerillos:
"Así bailaban mis abuelos"
Hoy, quiero revivir
La dicha de ayer, esa etapa feliz.
Hoy, vengan a bailar
Lo mismo que ayer quiero verlo otra vez.
Hoy, el amor es hoy
Si la juventud tan fugaz se marchó,
Y hoy los dos, bailando como ayer
Con sólo una ilusión, amar.
Así bailaban mis abuelos
Elegantes, marcando el compás,
Así bailaban... enamorados
Mientras giraban al ritmo del vals.
Así bailaban mis abuelos
Con el mundo rodando a sus pies,
Abuelos, no lloren abuelos
Volvamos de nuevo, de nuevo a soñar,
Bailemos, abuelos, bailemos
Que el vals y la vida, girando se van.
Coda:
Abuelos, queridos abuelos
Bailemos, bailemos, al ritmo del vals...
Letra : Silvio Soldán (Williams Silvio Soldán)
Música : Héctor Varela (Salustiano Paco Varela) y Tití
Rossi (Ernesto Ovidio Rossi)
Grabado por la orquesta de Héctor Varela con las voces de
Jorge Falcón y Fernando Soler.