domingo, 25 de agosto de 2013

De Nerja a Los Andes*

*En la clásica novela “Corazón”, de Edmundo de Amicis, hay un capítulo que relata el fenómeno de la inmigración italiana a la Argentina, titulado “De Los Apeninos a Los Andes”. Este libro fue una de las primeras novelas que leí, cuando tenía unos 10 años. Lo recuerdo con nostalgia en este título.

En el comedor de su casa en Tiburcio Benegas, por allá por los ’80, mi abuela me dictó la primera receta para mi libro de cocina. El plato en cuestión era “Cola de res guisada”. Era una tarde de otoño, y estábamos tomando mate, o quizás té con leche, mamá, “la Lolá”—como todos la llamábamos, cariñosamente poniendo el acento en la “a” en vez de la “o”—y yo. Ellas dictaban, yo apuntaba para llevar conmigo algunas recetas indispensables a Estados Unidos, donde iba a ir a visitar a mi novio. Con veintiún años recién cumplidos, sabía poco y nada de cocina—en realidad sabía poco y nada de casi todo. Lo que sí tenía muy claro era aquello de que “al corazón de un hombre se llega por la boca” y no pensaba dejar ninguna entrada a dicho recinto librada al azar.



“Se lava la cola”—me dictó la Lolá. Yo me dispuse a tomar nota, hasta que mamá interrumpió, mientras pensaba en voz alta… “Ay, mami, ¿cómo va a escribir ‘se lava la cola’? ¡Suena muy mal!” Igual sonaban las otras opciones, pero finalmente nos pusimos de acuerdo en la siguiente: “Después de haber lavado cuidadosamente la cola”... Las tres nos reímos al unísono, y luego nos seguimos riendo por años recordando ese momento.

En esa casa tan querida de mis abuelos transcurrieron incontables horas de mi infancia y juventud. Era una casa amplia y fresca, construida en la década de los cincuenta, y ciertos toques de distinción y modernos para esa época. Una amplia sala con pisos oscuros y muebles empotrados, una vitrina para los figurillas de porcelana, cristal de Murano y alguno que otro adorno oriental. Una de las paredes estaba adornada con una colección de platos decorados. Todavía siento lo fresco que era ese ambiente en el verano. Había un sofá de cuero rojo que miraba hacia el ventanal con cortinas de voile, y separaba el estar del clásico comedor. 

La cocina tipo “pasillo” estaba revestida de azulejos magenta con bordes negros, de lo más chic por aquellos días, y había un mueble modular tipo bargueño que la separaba del comedor de diario. Este comedor era el centro indiscutible de la casa; todo lo que se conversaba, todas las labores y decisiones pasaban por esa mesa redonda que a menudo estaba cubierta con manteles a cuadritos blancos y rojos. El hogar a leña estaba enmarcado por una repisa sobre la cual descansaba un reloj carillón, que daba las horas con una campanadas distintivas: goooong gooong gooong… y las medias horas con sólo un golpe de campana.

Mis abuelos no eran tan mayores aún, ambos de sesenta y pico; llevaban una vida muy activa y, ahora que lo pienso, bastante feliz, a pesar de las diferencias lógicas en un matrimonio de cierta edad. Su casa era el centro de actividades de la familia, siempre estaba muy concurrida. Cuando no se estaba organizando una comida, se hacían preparativos para algún festín, se cosía algún ajuar o se estaba decorando el pesebre. Las dos hijas y los nietos éramos parte del revuelo, nos integrábamos en la tarea, cuando no aderezábamos dichas sesiones con algún dedo ensangrentado, algún chichón en la frente o alguna figurilla de la repisa quebrada. Y por supuesto, con la consiguiente "lloradera", como le llamaba papá a las rabietas, o las palmadas si nos habíamos portado mal: "te voy a hacer chas-chás en la cola". 

En el escritorio contiguo al comedor, lugar semi-sagrado y lleno de tesoros, estaba el flamante teléfono de baquelita negra con un cordel revestido en tela. Los números se discaban en un dial giratorio que se movía lentamente con un ritmo que ahora se me haría una eternidad. Dos-cincuenta-y-seis, siete, ochenta… "¿Holaaaaaa?" Con Gabriel nos peleábamos a ver quién llegaba antes a atender cuando repicaba.

Ramón Francisco Fernández, mi abuelo, era un hombre sencillo, trabajador, muy serio y conservador. Le gustaban las cosas “como es debido”, la comida en su horario, la casa en orden, su ropa limpia y planchada. Siempre llevaba pantalón gris, en invierno de lana, camisas discretas y claras, y cárdigan azul oscuro. Lo recuerdo muy prolijo y perfumado—usaba Old Spice—con el pelo completamente blanco bien corto, y notorias entradas en la frente que a veces cubría con un sombrero. Pañuelo al cuello, y en los días más fríos, un grueso chal de lana de alpaca. Tomaba una copita de anisado "3 Hermanos" después del almuerzo. Yo lo adoraba. Me encantaba sentarme en sus rodillas y abrazarlo. Aunque era hombre de pocas palabras, conmigo sí que conversaba, pues era su niña mimada, la primera y única nieta, hasta muchos años después cuando llegaron otras dos muñequitas a su vida.

Mi abuelo conmigo en brazos, c. verano del '67 

 
Aquí yo debo haber tenido unos cuatro años

Me llevaba a pasear en su auto—siempre nuevo e impoluto. Si llovía o corría viento, la salida quedaba suspendida, digamos que “por mal tiempo”. En realidad él no quería que se embarrara su Valiant,  su Chevy, o su Ford Fairlane. Íbamos “a dar la vuelta del perro” como él decía. Me llevaba a ver las carreras de bicicletas; lo curioso para mí era que uno de los ciclistas se llamaba igualito que él, Ramón Fernández, y por supuesto contaba con el patrocinio de su negocio, también homónimo. Recuerdo haberlo acompañado a carreras en pueblitos que en aquél entonces parecían remotos, como Pareditas, San Carlos, Tres Esquinas, Agrelo y la clásica “Vuelta de Villavicencio” que era “el sumum”, como él decía. 




Un Ford Fairlane parecido al de Ramón

Ciclistas en la Vuelta de Potrerillos
Yo iba en el asiento del acompañante y le iba diciendo todo lo que veía…

“—Veo veo
—¿qué ves?
—una cosa
—¿qué cosa?
—maravillosa
—¿de qué color?
—hmmmm ¡verde!”

En el camino a Villavicencio, por si no han ido nunca por ahí, no hay nada verde, es puro desierto seco y aburriiiiiiiiiido para un niño que quiera ir distrayéndose con el paisaje. Después de la cementera viene un camino recto, que parece que no llega a ningún sitio. Sin embargo, en un momento dado llega a un arco que separa la nada de este lado de la nada del otro lado… Y cerca del arco, de “este” lado, hay también un árbol…¡interesantísimo! 

El camino sube y baja y mi abuelo me decía en las subiditas “¡huiiiiiiija!”, esto me daba una sensación de vértigo en la pancita. En el antiguo hotel de Villavicencio pasamos días hermosos; este era uno de sus paseos favoritos. El hotel—hoy abandonado—está enclavado en un oasis de árboles centenarios, sauces, álamos y cipreses. El aire de montaña es allí siempre helado, y en invierno la nieve que recubre los techos y las laderas espolvorea de magia y silencio el lugar. Había un comedor señorial donde el almuerzo del domingo era un banquete; piscinas de aguas termales, y lo mejor de todo, un área de juegos para niños con un enorme tobogán—mi hermano se hizo un enorme chichón en la frente cuando se cayó de ahí arriba—,columpios y subibajas. Había también una capilla diminuta, donde podía recitar mis oraciones.

paisaje de montaña




viejo tobogán parecido al del Hotel Villavicencio

Otro paseo obligado era ir a la calesita. Mamá me ponía mi vestidito dominguero, zapatitos de charol negro y medias blancas caladas. La calesita del Parque General San Martín, importada tal vez de Europa, tenía caballitos y leones que subían y bajaban, algunos autos y botecitos. El abuelo me ayudaba a montar en mi caballito preferido y se quedaba parado al costado, mirándome pasar. En el centro de la calesita había una serie de retablos inspirados en “Caperucita Roja”. El señor encargado de la calesita se paraba en la plataforma y nos tentaba a sacar la sortija, un ganchito que él sostenía en un taco de madera. Si lograba capturar la sortija, ¡ganaba una vuelta más! A veces, cuando me cansaba de dar vueltas, el abuelo me compraba un turrón o un volantín, una especie de molinete para jugar con el viento.

La calesita del parque

Si de mi abuelo aprendí el amor a la naturaleza y a los paseos, de mi abuela aprendí el amor a la casa y a las tardes de té con tortitas. Dolores Mansilla de Fernández, nuestra Lolá, era el alma de la casa, mezcla de cascabel y revolución envueltos en una malagueña salerosa; de piel trigueña, rellenita y bajita, de carácter fuerte y buen corazón. Se peinaba a la moda de esos años 70’s, con altos peinados batidos que le agregaban un par de centímetros. Usaba apenas un toque de carmín en los labios y sombra gris sobre los párpados, acentuando su mirada profunda y sincera. A veces llevaba lentes de sol o un pañuelo al cuello, o se cubría el pelo con un pañuelo y lo anudaba bajo la barbilla, à la “Grace Kelly”. Por ahí anda una foto suya de juventud; se la ve radiante, con una sonrisa preciosa, dientes perfectos y blancos, y dos gruesas trenzas castañas que se cruzan formando el tocado. (Foto pendiente)

Viví con mis abuelos Lola y Ramón durante algunos meses entre mis catorce y quince años, mientras se terminaba la construcción de nuestra nueva casa. En ese período trasladaron el piano a Tiburcio Benegas para que pudiese continuar con mis estudios durante la transición. Mis abuelos estaban felices con este arreglo, y yo pasé ese año de lo más mimada. La Lolá, que ya tenía el nido vacío, estaba encantada de tenerme con ella. Con Gladys, la señora que le ayudaba, me malcriaron de lo lindo. Preparaban mis platos favoritos—ñoquis caseros con salsa pomarola, zapallitos rellenos con jamón y bechamel, “palomita” rellena con huevo y espinacas, matambre arrollado, bacalao a la vizcaina, y una infinidad de dulces y delicias de repostería. De los dulces caseros, mi favorito sin duda era el dulce de quinotos, toda una delicattessen ya que éste era un fruto exótico en Mendoza, y la jalea de membrillo, o el tradicional “arrope”, ideales para comer con queso fresco. Era una suerte que a pesar de ser tan jovencita, yo era muy delgada, porque esa “dieta” no era muy recomendable para cuidar la figura.

Ñoquis a la pomarola

Dulce de quinotos

Quinotos frescos
Lola y Ramón eran ambos hijos de inmigrantes españoles, y habían quedado huérfanos muy jóvenes. Los padres de él eran originarios de Logroño, en la provincia de Rioja, y los de ella, habían llegado a la Argentina alrededor del 1900, procedentes de Nerja, un pueblito cerca de Málaga, con un par de hijos a cuestas y otro en camino. 

La familia Mansilla-Ortega, c. 1920

Las penurias y falta de futuro que ofrecía Europa por aquellos tiempos habrían impulsado a estas familias a emigrar a América, en busca de un mejor porvenir. Pese a su común origen español y a las circunstancias de sus familias, Ramón y Lola eran muy distintos. Él era intenso y bastante serio, se enfocaba mucho en su negocio, aunque tenía muchos amigos, entre ellos recuerdo a sus vecinos, y a las familias Livellara, Llorca, Ragazzone, y el matrimonio Colo, con quienes se visitaban a menudo. También visitaba a sus hermanas, Anita y Rosa, y a la adorable tía Paz y a su esposo, Julián Echevarría, de quienes recuerdo su sonrisa y buen corazón. 


A la der., con un elegante traje claro, 
Ramón Francisco Fernáncez, c.1940

Ramón había perdido a sus padres muy temprano, ya a los ocho años trabajaba con el esposo de Anita, su hermana mayor, repartiendo leche en un carromato; por eso tuvo que abandonar la escuela. De jovencito puso un taller para reparar pinchaduras que con los años y mucho esfuerzo llegó a convertirse en una importante empresa de neumáticos y servicios para transportistas, pionera en la región. Allí pasamos muchas tardes, jugando a las escondidas con mis hermanos y primos en el sótano repleto de gomas. Nos escondíamos en las pilas de gomas y nos montábamos en la cinta transportadora, sacando de quicio al pobre abuelo que no quería que hubiera ni una pelusa fuera de lugar en su taller.

Vista del Carril Rodríguez Peña, tal como se ve hoy,
cerca de donde estaba el taller del abuelo




Lola era simpática y cantarina, le encantaba salir y pasear, vestirse en estampados y tonos alegres, su mayor deleite era cocinar para complacer a su marido y al resto de la familia. 
Era una de las menores de siete hermanos, que la habían criado luego de morir su madre, cuando ella tenía apenas cuatro años. Los Mansilla Ortega eran unidos y alegres, y muy sufridos. En la Argentina del “novecento” casi todas las familias eran así, en su mayoría procedentes de España, Italia y en menor proporción de otros países de Europa. La vida era sencilla y no excenta de altibajos, y como no había por ese entonces otra forma de evitar traer niños al mundo—salvo la abstinencia—pues… ¡no los evitaban!; cuando se reunían los más íntimos eran quince o más. Los hijos nacidos en el nuevo continente “se hicieron la América”. Había trabajo y oportunidades para todo el que estuviese dispuesto a partirse el lomo. “Al que madruga, Dios lo ayuda” era uno de tantos refranes con los que nos taladraron el cerebro de chiquitos.

Además de cocinar todo tipo de platos, mi abuela adoraba tejer. En Mendoza el invierno es bastante frío y largo, y los días son cortos. Yo iba a la escuela primaria en el turno tarde. Cuando salía a las 6 de la tarde, ya era de noche. A veces iba a la casa de mi abuela a tomar la leche y a ver la tele. Daban El llanero solitario, Bird Man, y El Chavo del 8. Nos daban una taza de leche caliente con Nesquik y tortitas tostadas con dulce o mantequilla. Sentados a la mesa redonda del comedor, con el hogar encendido y viendo la tele, éramos los niños más felices del mundo. A veces teníamos que hacer deberes, calcar un dibujito del Simulcop o pintar las páginas mimeografiadas con la cara de San Martín o el Escudo Nacional. O teníamos que estudiar las estrofas del Himno o Aurora. Después que caía el sol la Lolá corría los gruesos cortinados y organizaba la mesa. A veces quedaba sólo su tejido solitario, y algún paquetito con tortitas o un dulce casero que llevábamos a casa cuando papá nos pasaba a buscar.

Con los años seguimos viendo a los abuelos a diario, aunque la vida se nos fue complicando. En mis épocas de estudiante universitaria, Tiburcio Benegas era lugar obligado de pasada, para recargar pilas, tomar el té y poner a la Lolá al día de las novedades. En esa época mi abuela había cambiado su Fiat 1600 celeste por un Renault 12 rural, color terracota, que ella bautizó “La Carlota”. En ese auto aprendimos a manejar Gabriel y yo. La Carlota era mi salvación. Siempre me esperaba cuando salía del colegio o de las clases de piano, para llevarme raudamente a mis otras actividades. Mamá siempre necesitaba una mano, tan ocupada como estaba con mis hermanos, y luego con el trabajo. Y la Lolá siempre estaba allí para salvar el día. 

Aunque era una familia bastante tradicional, Lolá estaba dispuesta incluso a salirse del molde por nosotros cuando hacía falta. Cuando conocí al que luego sería mi esposo, que vivía en Nueva York, ella se puso de mi lado cuando decidí ir a visitarlo. Llevaba unos cuantos meses de noviazgo a la distancia, y comenzamos a planificar el reencuentro. Hoy puede sonar como algo común, pero por aquellos días una "niña" como yo no visitaba a su novio que vivía en el exterior. Pero las cosas se fueron acomodando, y supongo que todos vieron que las intenciones del "muchacho" eran las mejores. Mi abuela me regaló los pasajes para asegurarse de que pudiera regresar si así lo deseaba. Con ese gesto, ella me dio la posibilidad de elegir. Niky por supuesto, eternamente agradecido. Mi abuelo se limitó a chistar, musitando apenas su desacuerdo. “¡Qué barbaridad! ¡Qué cosa bárbara, che!”—decía. 

Lolá bailando con Niky en mi casa,
el día de la boda civil
El día de mi partida de Mendoza en el Aeropuerto El Plumerillo, estaban conversando mis dos abuelos varones, Antonio y Ramón. Ambos se recriminaban mutuamente el no haber intervenido a tiempo para evitar ese desenlace. Que su nieta viajara “solita” ya era lo suficientemente horrible. Que fuera a visitar al novio, era sencillamente imperdonable. Así y todo, ambos asistieron orgullosos a mi boda, cuando a los pocos meses regresé de Estados Unidos con el novio en ciernes. “Vino el gavilán y se llevó la blanca paloma”—sentenció Ramón Francisco, y alzó su copa para invitar al brindis “Que el barco del amor los lleve al puerto de la felicidad! ¡Salud!”

Ramón se quedó con las ganas de que alguno de sus nietos llevara su nombre; decía mamá que “Ramón” era demasiado feo, pero lo reivindicamos parcialmente cuando nació su bisnieto y lo bautizamos Nicolás Francisco, salvando el honor con el segundo nombre. Él no alcanzó a conocer al pequeño tocayo, pues murió de un ataque al corazón, antes de que yo pudiera llevar el bebé a Mendoza.

Con sus rarezas y sus obsesiones, Ramón Francisco está siempre en mis pensamientos. Lo recuerdo sentado en la mesa del comedor, esperando a que sirvieran la cena, con sus gruesos lentes y su periódico, que leía religiosamente. Una vez Lolá había hecho albóndigas con salsa. Ramón no veía bien, y una albóndiga fue a parar a su impecable pantalón. "Lola, estas albóndigas están muy redondas!"--sentenció. Sin duda era todo un personaje! En uno de mis viajes de visita a mi Mendoza querida, recién casada, fuimos juntos a ver el Carrousel de la Vendimia en la esquina de Tiburcio Benegas y Emilio Civit—nuestro lugar favorito para avistar el tradicional desfile. Él iba feliz, con mis primitas y conmigo, las tres “pequeñas” reinas de su corazón. Ya habían pasado para mí los años de la calesita y el molinete, pero él disfrutaba sabiamente ese momento.

Tuvimos a la Lolá con nosotros por muchos años más—de hecho ella sobrevivió a mamá. Yo la visitaba cuando estaba en Mendoza, le llevaba algún recuerdito o algo que traía de casa. Siempre me preguntaba por mis hijos, se acordaba perfectamente y me interrogaba por uno u otro pariente, siempre en el mismo orden. Se reía acordándose de nuestras travesuras, imitaba a los chicos andando en bicicleta o bailando. Le costaba mucho acordarse de su Ramón. A veces yo le ayudaba, le decía “Te acordás cuando me llevaba a ver las carreras de bicicleta”? y ella cerraba los ojitos, se sonreía y asentía… “¡Ay Mirita, cuantos recuerdos!”  

Llevo sus voces, sus perfumes y su amor grabados para siempre en mi corazón. La vieja colcha de lana tejida al crochet hace tantos años sigue dando vueltas por el mundo con mis cachivaches, igual que aquel cuaderno de recetas donde leo entre manchas "Se lava la cola...". He intentado hacer los dulces de la Lolá y sus salsas, y me pongo feliz cuando me quedan ricos como los suyos. Y siempre que escucho algún tango o valsecito cierro los ojos y pienso en esos tiempos pasados que no volverán.



Reunión familiar en casa de mamá, c. 1990

Una milonga favorita de todos 
por aquellos tiempos


Y les dejo la letra de este vals, todo un clásico como la Vuelta de Potrerillos:

"Así bailaban mis abuelos" 

Hoy, quiero revivir
La dicha de ayer, esa etapa feliz.
Hoy, vengan a bailar
Lo mismo que ayer quiero verlo otra vez.
Hoy, el amor es hoy
Si la juventud tan fugaz se marchó,
Y hoy los dos, bailando como ayer
Con sólo una ilusión, amar.

Así bailaban mis abuelos
Elegantes, marcando el compás,
Así bailaban... enamorados
Mientras giraban al ritmo del vals.
Así bailaban mis abuelos
Con el mundo rodando a sus pies,
Abuelos, no lloren abuelos
Volvamos de nuevo, de nuevo a soñar,
Bailemos, abuelos, bailemos
Que el vals y la vida, girando se van.

Coda:
Abuelos, queridos abuelos
Bailemos, bailemos, al ritmo del vals...

Letra : Silvio Soldán  (Williams Silvio Soldán)
Música : Héctor Varela  (Salustiano Paco Varela) y Tití Rossi  (Ernesto Ovidio Rossi)

Grabado por la orquesta de Héctor Varela con las voces de Jorge Falcón y Fernando Soler.




sábado, 17 de agosto de 2013

¿Se acuerdan?

Dedico este capítulo a mis hermanos y primos, con quienes compartimos tantos recuerdos. Y a mis hijos y sobrinos... los que aún son niños y los que ya no lo son tanto. A mi papá y mamá, y al recuerdo de mis nonos. Hay muchas más historias, que ya irán saliendo. 

“En este domingo de agosto, Día del Niño
hoy más que nunca regale un juguete, regale cariño.
Regale amor, regale cariño, regale un juguete
Para el día del niño”

Creo que el día del niño como tal no se instituyó hasta principios de los ’80, cuando ya no era tan niña. O quizás un poquito antes. Pero recuerdo la cancioncita y se me agolpan las imágenes de muñecas Fiorella, autitos Matchbox, camioncitos Duravit, ladrillitos Rasti y juegos con nombres que—recién lo noto ahora—son tan nuestros como el dulce de leche. El Estanciero, el Sufra y la Ruleta, el Ludo y el Ta-te-tí. Nuestra infancia estuvo pespunteada con regalos inolvidables, envueltos en el tiempo de nuestros padres y el cariño de las horas que pasaron eligiéndolos, envolviéndolos, y luego jugando con nosotros. Recuerdo como si fuera hoy la muñeca que me trajo papá de Buenos Aires, era la más linda del mundo, era bastante grande, casi del tamaño de un bebé de verdad, llevaba un traje rojo con encaje negro, peinetón y mantilla. No la bauticé, pues ella era sencillamente “mi dama antigua”. A mi hermano le regalaban ladrillitos, con ellos hacíamos casitas, autos con rueditas y motores… construíamos un mundo de fantasía donde no había reglas, ni límites, solo aquéllos impuestos por nuestra propia imaginación.

Gabrielito, Mirnamalia, Jorge Luis, Marcelita, Maritza, Francisco Antonio, Miguelito, Gustavito, María Alicia,

Jorge Luis, Gustavito, Gabriel, Mirita y Mirnamalia

Los tres "indios" en el patio de la nona

Jugando en la vereda de la nona, en la calle Fader

El nono descargando un chivito, Maritza feliz

La nona con tres de sus nietos (faltan Fran y Miki que era chiquito)

Jugando a las muñecas Mirna y yo

con los nonos
¿ustedes se acuerdan? ¿Se acuerdan del día que nos llevaron al taller del abuelo Ramón y jugamos a las escondidas entre las pilas de gomas? Hacía tanto calor, que nos quedamos en calzones y nos chayamos con una manguera. El abuelo Ramón nos llevaba al parque a pasear, vestidos de domingo, y nos compraban volantines y chupetones, unos caramelos gigantes y preciosos, de colores nacarados y sabores riquísimos. Mirna y yo fuimos objeto del lente del tío Jorge, que era fotógrafo profesional y nos sacó las fotos más lindas del mundo una tarde en el Parque Aborígen, las dos sentaditas en un banco, Mirna con sus colitas y yo con mi rodete rubio, nuestras mejillas bien juntitas, contándonos confidencias. ¿De qué hablaríamos tan serias a los cinco o seis años? La foto en sepia no lo dice. Seguramente habríamos encontrado un bichito o una vaquita de San Antonio y la mirábamos caminar entre nuestras manos.

¿Se acuerdan de los cuentos del nono? El nonito más bello del mundo, un ‘tano’ tan blanco y rubio, peladito, con unos ojos verdes dulces y soñadores. De chico le habían hecho tratamientos con cataplasmas calientes en el pecho—no sé qué enfermedad se podría curar con semejantes torturas—y le habían quedado las marcas de las quemaduras. También tenía moretones y secuelas de otros golpes en sus desteñidas y lampiñas piernas. Yo le preguntaba, “Nono, ¿cómo te hiciste eso?” y él me contaba de su lucha con los leones en África. “Era un león gigante, apareció de repente, me atacó y me dejó estas marcas en el cuerpo”. Yo lo miraba extasiada… ¡era mi héroe! Después fue pasando el tiempo y ya no le creía las historias pero igual me encantaba escucharlo mientras se las contaba a mis hermanitos o a los primos más chicos.

¿Se acuerdan de los paseos al cine los domingos por la tarde? Después de almorzar en lo de la nona, nos llevaban al Matinée del

sábado, 3 de agosto de 2013

Manos de hada

Esta historia está dedicada a mi madre, a mis hermanos y a mi padre, y a sus respectivas familias. Y por supuesto, a mis hijos. La publiqué por estos días en inglés con el título de "Lady in Red" (Señora vestida de rojo). Entre los comentarios que recibí al publicarla, venía una nota de mis tíos, que me recordaron cómo llamaba Tití a su querida cuñada. Entonces decidí cambiar el título en la traducción, que debo decir, es de la autoría de mi querida tía. Este blog obedece a mi necesidad de compartir mis recuerdos con mi familia y amigos. Sólo me dejo llevar por los recuerdos y mis sentimientos, muy personales. Si alguien cree que le causará un mal rato esta lectura, por favor le pido que siga de largo, pues mi intención no es más que rescatar del olvido la esencia de nuestros seres queridos, para las generaciones venideras. Y a los que les guste, pueden agregar sus comentarios, me darán una gran satisfacción. 

Otra vez estoy haciendo maletas. Cada vez que hago maletas pienso en mamá. Me encantaría tenerla cerca, aunque fuese por teléfono, para preguntarle: "¿Qué tal va esto con esto?" o "¿Qué te parece este vestido para la cena con fulano o mengano?"  A ella le encantaba vestirse, y vestirnos cuando éramos niños. Ella estaba en su salsa con todo lo que tuviera algo que ver con la moda, nunca perdía la elegancia ... fragancias, telas finas, adornos de piel, pequeños y delicados relojes, aritos de perlas. Aún hoy, después de tantos años de extrañarla, vuelvo la cabeza si percibo su perfume por la calle o en el subte—Alfred Sung, Flora, L'Eau par Kenzo en sus últimos años; aunque su favorito de siempre era Arpège, de Lanvin.

Mamá era una persona con brillo propio. Estudió literatura en la Facultad de Filosofía y Letras, y casi se graduó, pero decidió casarse antes, y cuando llegó el primer bebé—quien les habla—que hizo su feliz aparición nueve meses en punto después de la boda, sus estudios pasaron para siempre a un segundo plano, que es un eufemismo para contar lo que realmente sucedió. Mis padres eran muy jóvenes, en la primera mitad de los veinte. He visto las fotos en blanco y negro de su casamiento—ella era muy joven y se ve un poco asustada, delgadísima. A los 21 años, él se ve como lo que era, apenas un niño. Aunque no era tan bonita por esos días, su delicada piel blanca y sus facciones finas enmarcaban sus ojos azules translúcidos. Todo en ella era elegante y frágil. Sus manos, acostumbradas a tocar el piano, eran suaves y frías al tacto. Mantenía sus uñas cuidadas y pintadas de rojo; “Cherries in the Snow” y “Wine with Everything” de Revlon eran sus colores preferidos. Tenía el pelo rubio y sedoso, y se lo arreglaba con suaves rizos alrededor de la cara. A mis hermanos y a mí nos encantaba acariciarlo y enrollárnoslo en los dedos.

Recuerdo bien cada detalle suyo. Miriam Dolores Fernández de Polito. Mi hermosa, simpática y pequeña madre. La recuerdo en la cocina, su coin préféré de la casa. Ella había elegido todos los acabados de la casa que construimos a principios de los ochenta. La cocina, en el centro de la casa, tenía baldosas rojas, una mesada de granito, y en las paredes azulejos blancos con una fila de mayólicas estilo español con una sola flor verde, blanca, y bermellón. La recuerdo andando por la cocina, con su café, y un cigarrillo descansando sobre la mesada o entre sus dedos. Sabía que fumar era muy malo, pero era terca, o demasiado orgullosa para dejarlo. Fumar era su último bastión de rebeldía, en una comunidad y una familia que era tan unida y así "como debe ser".

Quizás ella era "como debe ser"—quizás todo lo contrario. Más que nada, su rebeldía era intelectual. Leía a Baudelaire y a Borges, a Ortega y Gasset y a Pío Baroja, a Hemingway y a Cortázar. Se suponía que tenía que cocinar y ser una buena anfitriona, mantener el hogar impecable y los niños impecables. Y le encantaba todo eso. Le encantaba ser la madre y la esposa perfecta, más que nada en el mundo. Pero siempre se hacía el tiempo para sus cosas—su jardín bordeando la vereda y sus lindas macetas en el patio, sus tejidos, y, de vez en cuando, sus tardes de rendez-vous con su amado piano.

Mamá había estudiado música desde una edad muy temprana. Su profesor de piano, el Maestro Alsina, era, después de su padre, Ramón, uno de sus referentes. Había tomado clases durante casi dos décadas, y aunque él falleció poco después de mi llegada al mundo, he visto su foto por ahí, en algún cajón de recuerdos. En su juventud, Carlos Alsina había viajado a España y cursado estudios de piano en la Academia de Enrique Granados, un músico respetado, el autor de las famosas Goyescas. Le transmitió a mamá sus conocimientos de música y su amor por Albéniz, Manuel de Falla, Pablo Casals, y otros grandes maestros. Ella tocaba con pasión, en el piano Kohner vertical que yo heredé. Cuando tocaba, todo lo demás desaparecía de su radar. Contenía el aliento y entrecerraba los ojos con una mirada ausente. Podíamos gritar y corretear a su lado, perseguir al perro, o hacer cualquier desastre, ella seguía tocando, como si nada.

A papá le encantaba escucharla, especialmente cuando tocaba en reuniones con amigos. El se sentía orgulloso, pues ella lo complacía tocando sus piezas favoritas—en su mayoría del repertorio folklórico, como Coronación del Folklore, Adiós alma mía, entre otros tangos, zambas y canciones. Estas canciones son para nosotros un refugio y fuente inagotable de recuerdos. Para mí, son un tesoro que puedo conjurar en cualquier momento que quiera, gracias a su insistencia en que yo aprendiera también a tocar el piano. A veces encendía un cigarrillo, o traía una taza de café y la apoyaba en el descanso al extremo del teclado. Enseguida se enfocaba de nuevo en la música y el cigarrillo se quedaba allí consumiéndose sólo. En mis años de adolescencia, cuando era estudiante de música, me oía tocar y de vez en cuando se sentaba conmigo al piano. Por supuesto, sabía que me superaba por mucho, y por delicadeza, nunca tocaba las mismas piezas que yo estaba aprendiendo.

También le encantaba cantar y bailar. La recuerdo bailando y riendo con nosotros en la sala de estar, levantando los brazos y haciendo el swing —juntas cantábamos los éxitos del momento, a veces en portugués o en inglés. Amaba los idiomas. De niña había estudiado francés, de hecho murió con el sueño incumplido de caminar por las calles de París, Roma y Madrid. Cuando me casé, y emigré a los EE.UU. a finales de los años 80, se dispuso a estudiar inglés. Sabía que nos visitaría en Nueva York en algún momento, y le encantó ese nuevo reto. Su pronunciación era divertida, un poco extraña, ya que hablaba en inglés ¡con acento francés! Nos visitó en Nueva York, dos veces; la primera cuando Nico estaba por nacer, en 1989 y luego con papá, en 1993, poco después del nacimiento de Sofía. La primera vez “la mami” vino un mes antes de la fecha prevista para el parto. Nos pasamos ese mes entre mantillas y sabanitas, ambas en la "dulce espera". Tejíamos, preparábamos el ajuar, y nos preguntábamos a quién se parecería el bebé. Yo sabía el sexo del bebé desde el segundo trimestre, pero ella me había pedido que no se lo dijese. ¡Imagínense el desafío de mantener semejante secreto! Tenía que referirme siempre “el o la” bebé, aunque estoy segura de que ella intuía que era un varón. ¿Heredaría “el o la”  bebé los ojos azules de mi marido? ¿Sería "el o la” bebé rubio o castaño? ¿Le gustaría jugar al fútbol? Ah, por supuesto, sólo si se trataba de "él"… ¡Cuánto nos reíamos! ¿Le gustaría tocar el piano? No sabíamos ... Sólo una cosa era segura, "él o ella" sería amado, adorado por esta joven abuela. Cuando nació Nicolás, nos maravillamos juntas en el milagro de los pequeños pies, los dedos gorditos, la frágil cabecita, con un mechón de pelo rubio—todo perfecto en “él”.

Mi mamá me enseñó casi todo lo que sé—desde hacer mermelada hasta a cantar y reír, cocinar y planchar y otras tareas domésticas igualmente "importantes". Nos enseñó a amar, con ese inmenso amor que envuelve todo en su velo protector. Nos enseñó a amar la vida, a aceptar sus retos y a saborear los buenos momentos. Una vez le dijo a Gabriel que la vida es como un hilo de estrellas, cada una brillando en su propia perfección, y uno debe ver sólo estos momentos, dejando todo el resto de lado ... No hay punto en el tiempo que sea perfecto, libre de sombras y oscuridad. Pero si mantenemos el rumbo, y nos concentramos sólo en lo bueno, la vida es como un cielo estrellado.

Años atrás la perdimos, después de una breve, pero valiente lucha contra el cáncer. Esos fueron tiempos muy duros. Yo tenía 36 años, y Niky y yo nos estábamos trasladando a Santo Domingo. Todo a mi alrededor se desmoronaba, era un desastre absoluto—estaba como loca, sin consuelo. Todo me recordaba a ella, y a veces era tan doloroso, que no podía ni respirar. No podía borrarme de la vista su cuerpo delgado, sus ojos hundidos y su abdomen hinchado y adolorido. Algunos días sentía que todo me daba vueltas, iba por la vida en piloto automático. Un par de meses después de nuestra llegada a la isla, recibimos una invitación a una fiesta en el Country Club. Niky estaba tratando de animarme y quiso que lo acompañara. Me puse un vestido bonito y me pinté las uñas de rojo, aunque no era entonces mi color habitual, pero pensé que sería bonito para la ocasión. Me puse mis mejores oropeles, los aritos de perlas de mamá y un anillo a juego con la forma de una corola. Una vez en la recepción, me tomé una copa de champán y traté de divertirme. A la vuelta, en el auto, me miré sin querer las manos y de repente, me di cuenta, se veían igualitas a las de mamá, con ese anillo en el anular y las uñas de color rojo brillante. Lloré lágrimas silenciosas que me ayudaron a enjuagar el dolor.

Mi corazón aún llora todos los días por ella. Todos los días veo algo en casa, o en mi propio reflejo en el espejo, que me la recuerda. Está presente en los ojos de color azul claro de mi sobrina y en su pasión por tener todo limpio e impecable, en la risa que suena como una cascada de mi hermano Miguel, en la barbilla de mi hija, en la malicia en sus ojos, en su amor por el francés y los idiomas. Ella aparece sin aviso, en los duraznos en almíbar de Gabriel, cuando siento la Suite Iberia, en el humo del cigarrillo de un extraño. Ella ungió a Nicolas, su amado nieto, con sus historias y cuentos. A él todavía le gusta escuchar un buen cuento. Tejió escarpines, suéteres y mantillas para mis hijos, que luego pasaron a Jero, Lola, Joaquina y Benjamín, los nietos nacidos después de su partida. Ella es a la vez mi orgullo, mi inspiración, la reina de mis recuerdos, el ángel de mi música y mi alegría.

Te amamos, mamá. El año pasado, el 29 de marzo, habrías cumplido 70 años. Con los chicos nos preguntábamos cómo te verías si hubieses llegado a ser viejita. Estuvimos de acuerdo en que serías un poco testaruda, siempre elegante, y en que jamás hubieras perdido tu sofisticación. Serías una abuela maravillosa. Tu jardín seguiría tan bello como siempre; de hecho, los árboles que plantaste han ya crecido. Seguiríamos intentando ser tu orgullo cada día, y compartiendo con vos nuestros problemas y tribulaciones. Con los años, la tristeza ha levantado su velo y recordamos con cariño, y, selectivamente, sólo las cosas buenas. Brillas por siempre en nuestra memoria, mamá, como la más brillante de las estrellas en un cielo nocturno.

Estas son algunas fotos de nuestra familia, de ayer, hoy y algunas entremedio... 



Miki 


Lola


los genes se van pasando...



Gabriel, Miki y Jerónimo


Mirita y Niky, "ese con quien sueña su hija... señora"


Nicolás, tu primer nieto


Sofía, de tal palo, tal astilla





Mis hermanos con sus respectivas amadas


La famiglia oggi, con el papi y Noe



nos enseñaste a estar siempre juntos



tocando La Nochera, en Bodegas Salentein, julio 2012


más nietitos, con Joaquina y Benjamín