sábado, 4 de octubre de 2014

De niños éramos superhéroes

A menudo la vida nos regala momentos que nos traen a la memoria otros que creíamos olvidados y que nos acarician el alma con nostalgia.  Recuerdos de tiempos pasados que andan por ahí perdidos, a medio camino entre la ilusión y el olvido, esperando que una puntita los haga asomar como el mago que saca el pañuelo de la galera. En estos días se me aparecieron como visiones, en mi teléfono, enviados desde Mendoza, unas fotos de mi sobrinito más chico, con una máscara nada menos que del Hombre Araña, y él mismo me ha dicho por teléfono, “soy el ome araña” con una voz tierna y un convencimiento que me dejó sin habla. Justamente este gurrumín que es un piojo amoroso de tres años, justo él es “el ome araña”.

Este hecho descongeló recuerdos de cuando Nico, mi hijo, tenía más o menos tres años, y, por supuesto,  también tuvo su etapa de superhéroe. Nico no se quitaba el traje de Batman ni para dormir, y esta fijación le duró bastante, con lo cual fue necesario incluso conseguir un segundo traje de un talle más grande, pues el de Batman original le había quedado chico. Además del traje, tenía un muñeco con su propio Batimóvil que le permitía imaginar todo tipo de situaciones donde Batman—él mismo, en su mente—salía a rescatar al desposeído, al atrapado y a la víctima que colgaba desesperada de la cornisa de un rascacielos.

En la familia ha habido una variedad de superhéroes en pañales. Mi hermano Gabriel era, aún sin careta, el “Súper”, pues así lo había bautizado cariñosamente papá. Esto surgió de una vez que le habían regalado un karting precioso, anaranjado, con ruedas patonas, que tenía un autoadhesivo que decía “Súper”. El nombre se le pegó. Luego también pasó por una etapa de enmascarado, cuando apenas había salido la tira original de Batman y Robin. Él era Robin, aunque de esto yo confieso tenía un vago recuerdo hasta hace pocos días, pero lo he corroborado con fuentes que han preferido quedar en el anonimato.

Miki, cuatro años menor, era un bebé cuando papá compró nuestro primer televisor en blanco y negro. Era un Phillips bastante pequeño, y había llegado a casa con su mesita de fórmica y rueditas de baquelita. Era de lo más práctico. El primer programa que recuerdo haber visto en ese televisor fue el funeral de Juan Domingo Perón, transmitido en cadena nacional durante tres días que se me hicieron interminables, en el invierno del ’75 si mal no recuerdo. Nada más aburrido—y por demás tétrico para un niño—que ver un féretro abierto y millares de personas desfilando para darle el último adiós. Pero valió la pena aguantar ese tormento, porque lo que siguió en la tele en los días posteriores fueron episodios de El zorro, que mi hermanito, aún en pañales y chupete, observaba azorado, paradito enfrente al aparato y sin perder detalle…

“En su corcel, cuando sale la luna, aparece el bravo Zorro”… decía la canción de la cortina, y se dibujaba la silueta a contraluz del enmascarado con su capa y su caballo. Miki se aprendió la canción y por supuesto consiguió que mamá le hiciera una capa y un antifaz idénticos a los del Zorro, y andaba por toda la casa con un palo a modo de espada marcando con la Z a quien se le atravesara.

A mi hija de chiquita le encantaba el clásico en la versión de Disney de Blancanieves y los siete enanitos. Vio la película tantas veces que esa parte del video ya se había dañado de tanto retrocederlo, sobre todo la canción de los enanitos que van a la mina “I-ho, I ho, from home to work we go….”  Ella también tenía su disfraz, era una blancanieves preciosa de dos añitos.

Trato de recordar, de mi más tierna infancia, cuál sería mi heroína, mi disfraz favorito. No tengo a mamá para preguntárselo, y los recuerdos se desdibujan en el tiempo. Sé que tenía un tapado rojo tejido con una capucha roja como la de Caperucita, y mi más nítido recuerdo de esa capita son los besos que me daba mamá en los cachetes, casi tan colorados como el sombrerito.


Creo que los superhéroes, tanto los de hoy como los de ayer, son la encarnación de esos valores—o anti-valores—que más anhelamos o tememos, conciente o inconscientemente. La Mujer Maravilla, Superman, Batman, Birdman, el Increíble Hulk, los Cuatro Fantásticos… y hasta la Pantera Rosa, con su actitud reaccionaria y pasivo-agresiva, nos ayudaron a crecer, y quizás suplían con la ilusión del bien o el mal absoluto esa necesidad de ideales que todos los humanos tenemos. En la edad adulta, nos aferramos a Jesucristo, a la Virgen, a Mahoma, a Moisés, a Abraham. Nuestra ilusión es poderosa, la bibliografía es rica y por demás abundante, y con estos superhéroes eternos vamos remontando las vicisitudes de la vida. La vida no es fácil, está plagada de trampas, desastres, pérdidas y dolores. Pero si tenemos a mano nuestro superhéroe personal, quizás con su ayuda podamos afrontar la tormenta. Quizás nuestro avión no se precipite al abismo. Y quizás, y por sobre todas las cosas, podamos trascender de esta vida, tan efímera como maravillosa.



lunes, 23 de junio de 2014

El fútbol, siempre el fútbol

El primer recuerdo que tengo asociado con el fútbol se remonta a un domingo por la tarde, es invierno, mi abuelo Ramón se ha recostado en el asiento de atrás del auto, arropado con su infaltable chal, el sombrero gris cubriéndole una oreja, y en la otra una pequeña radio portátil con una cubierta de cuero marrón, que él lleva siempre. Hacemos un picnic en Potrerillos, quizás en Las Vegas, en ese lugar tan tranquilo que nos encanta. Hay un sauce llorón y un arroyito de agua helada. No alcanzo a escuchar el partido, pero siento la característica catarata de palabras del narrador, en un tono de voz agudo, es un canto casi… la lleva fulanito, rrrroba impresionante y contraataca ahora el Lobo, la lleva, sigue sigue sigue recorta se acerca peligrosamente patea con fuerza directo al arco yyyyyyy GOOOOOOOOOOOOOOOOLLLLLLLLL….. GOOOOOOOOL DE INDEPENDIEEEEEEEEEEEENNTEEEEE……. Gooooooooooooollllll im-pre-sio-nante Independiente unooooooooooooo Gimnasia ceroooooooooooo.

La radio sigue hablando sola toda la tarde. Mi abuelo no se inmuta. Sólo escucha. Entre jugada y jugada, pasan los avisos publicitarios típicos, La Morenita, el sabor del café, y otros, quizás de Neumáticos, Verdini sabe de cubiertas, Lubricantes Castrol, zapatillas Pampero, y medias Ciudadela. Avisos de milésimas de segundos, casi subliminales pues se intercalan entre jugada y jugada. La radio y los goles, los avisos y sus musiquitas constituyen la banda musical de los domingos. El mate circula entre los adultos, a los chicos nos dan tortitas o pasteles de dulce de membrillo. Hay un olor en el aire del humo de las brasas que se adormecen en la parrilla, luego de haber obrado su magia en el asadito.

Luego hay una laguna en mi memoria… y el siguiente recuerdo, nítido ya, es del Mundial del ’78. Yo tenía 12 años. Ahora estamos viviendo en “La Cabaña”, una casita de fin de semana en una finca en lo que luego se convertiría en zona industrial de Godoy Cruz. Estamos rodeados de viñas y cañaverales. La Cabaña está en la parte de atrás de la propiedad de unas dos hectáreas, demarcadas por acequias y álamos. La familia entera converge aquí para ver los partidos. En este mundial de fútbol, que se juega en la Argentina, vemos por primera vez los partidos en la tele, seguimos a nuestro equipo, cantamos la canción del mundial “Vamos vamos Argentina, vamos vamos, a ganar, que esta banda, bullanguera, no te deja no te deja de alentar”. Coleccionamos las chapitas o figuritas de los jugadores. Es mi primer recuerdo de un mundial; todos estamos involucrados… niños, mujeres, abuelas, todos cantamos, saltamos, y ganamos. Es una gran catarsis colectiva, necesaria pues, aunque los más chicos aún no nos enteramos, nuestro país pasa por uno de los períodos más negros de su historia. Comienzan a aparecer camisetas azul y blancas por todos lados. Kempes con su 10 y su negra melena de gaucho Martín Fierro. Lúquez, Ardiles, Alonso, Houseman. Recuerdo a Tarantini con sus rulos, el arquero Fillol, Passarella y otros que se me olvidan. Argentina entera salta y grita “¡Ar-gen-tina! ¡Ar-gen-tina! ¡Ar-gen-tina!” Llegamos a la final, Argentina-Holanda, la fiebre de papelitos en el Monumental estadio de River… y el resto es historia. Salimos a festejar en el auto a la avenida San Martín… los autos vestidos con banderas, la gente feliz, madres, tías, hijos montados a "cococho" en los hombros de sus papás. Todos saltando y bailando en una gigante, palpitante algarabía.

Mundial del ’86. Se repite la emoción. Argentina clasifica. Seguimos de cerca las predicciones, las decisiones del técnico. Comienzan los partidos, sudamos frío, cantamos, nos abrazamos, sufrimos, lloramos. Debuta en la selección el fenomenal Diego Armando Maradona. El asombro, la magia de la pelota en comunión con las piernas de un virtuoso. Gol, gol, goooooooool. Argentina derrota a Alemania y nos llevamos otra copa. Recuerdo ese partido que vi en una fría tarde mendocina, en casa de unos amigos. Otro asado (cuándo no?), las ensaladas, el patio y los mates… ¡Ganamos otra vez! Festejamos en las calles, Sarmiento y San Martín, en patota, y saltamos al unísono, gritando el nombre de nuestra gran patria y cantando hasta desgañitarnos.

Después del ’87 me tocó vivir el fútbol desde lejos, desde la fría Nueva York. Allá nadie hablaba de partidos, pues este deporte no era aún popular en esas latitudes. Para escuchar los partidos de los mundiales, teníamos que sintonizar la radio hispana, Radio Wado 1280 am, que era la única que los transmitía. Seguíamos de cerca las fechas. Las rivalidades de siempre. Argentina-Alemania. Argentina-Brasil. Argentina-Inglaterra. Siempre la pasión. Siempre los cantitos. El humor de las tiras cómicas. La albiceleste, camiseta de tantos campeones: Maradona, Goycoechea, Ruggeri, Verón, Batistuta, Canigia, el Burrito Ortega, Palermo, Riquelme, Aymar, Burruchaga, Tévez… Inolvidables movidas, cabeceadas, patadas, caídas, penales… y hasta una inefable, inexplicable “mano de Dios”. El drama de los penales. A veces nos quedamos fuera… “Andá a llorar a los yuyos”, diría Ramón.

En mi nuevo hogar, con mis hijitos pequeños, me tocó armar la fiesta para ver los partidos, recibir amigos argentinos, trasplantados como nosotros. Estar juntos nos unía y nos hacía sentir más cerca. Veíamos jugar a nuestro equipo con la misma emoción que escuchábamos a Los Chalchaleros o abríamos un frasco de dulce de leche. Los chicos tomaron sus primeras papillas con sabor a fútbol, se despertaron sobresaltados con nuestros gritos de “GOOOL”… Nico comenzó a jugar al fútbol en las ligas menores, luego en el “travel team” donde la pasión de argentinos, ítalo-americanos, peruanos y otras hierbas comenzaban apenas a contagiar a los gringos. Para el mundial del ’94, que se jugó en Francia, fuimos a ver un partido de Argentina con amigos en Washington, D.C.—otros argentinos, por supuesto. Recuerdo la alegría, la euforia compartida por grandes y chicos cuando triunfamos, aunque luego quedáramos eliminados.

Han pasado los años, y cada mundial va marcando otros cuatro años trascendidos. Para los hombres que son fanáticos del fútbol más allá de los mundiales, como mi marido, quizás no sea tan interesante. Para mí, en cambio, que no soy una futbolera fanática, el mundial me brinda una ventana por la que me cuelo en la pasión de millones de fans en todo el mundo. Es interesante ver cómo el juego ha evolucionado, cómo hoy ya no hay equipos superiores y países invencibles. Todos pueden triunfar, todos pueden dar una sorpresa y llevarse la copa. Y eso es lo lindo. Que venga un equipo “chico” y se lleve la copa. O que venga uno de los grandes y nos recuerde por qué ha sido tantas veces campeón. Que sea un juego limpio, justo. Que se saluden los ganadores con los perdedores, ambos felices por haber tenido el privilegio de vestir sus respectivas camisetas.

Entre tantos partidos y emociones, y sin darme ni cuenta, me he vuelto toda una aficionada de este gran deporte. Lo que antes era para mí un grupo de muchachos corriendo sin ton ni son detrás de una pelota, ahora son jugadas maestras. Confieso que en parte, mi interés primario, era ver a veintidós muchachos, luciendo sus piernas torneadas y glúteos casi tan perfectos como la pelota que se disputan. No lo puedo evitar... me atraen esos cuerpos perfectos, aunque de vez en cuando también aparecen ojos y algún rostro inolvidable. Los italianos con sus perfiles y sus ojazos. Los rusos con su estampa y finas facciones. Los holandeses, españoles, argentinos, en fin... boys will be boys... and girls will be girls

En este “Brasil 2014” que palpita de goles, renovamos en familia nuestro fervor argentino, nos ponemos la celeste y blanca, saltamos y nos abrazamos con los goles, y sufrimos en los minutos críticos, cuando sabemos que en unos minutos nos jugamos la vida. Sentimos el palpitar de la adrenalina. La preocupación de quedarnos fuera y ver las ilusiones de esos muchachos en el tacho de basura. No es fácil para los que pierden, y sentimos pena por ellos. Más allá de que perdamos o ganemos, ojalá juguemos con el alma. Ojalá este equipo de Romero, Messi, Di María, Agüero, Higuaín, Mascherano, Fernández, Monzón, Peruzzi, Garay, Gago, nos haga saltar muchas veces al grito de ¡GOL!  Ojalá sigamos llevando con orgullo no sólo la camiseta, sino el ejemplo de estos muchachos que se han esforzado y han dado todo por alcanzar un sueño. Ojalá logren levantar la copa. Y ojalá sepan que estamos con ellos, corremos con ellos y sientan en sus pies la fuerza de casi 40 millones de almas que entonan con ellos “Oíd, mortales, el grito sagrado: Libertad, libertad, libertad”.