A menudo la vida nos regala momentos que nos traen a la
memoria otros que creíamos olvidados y que nos acarician el alma con nostalgia.
Recuerdos de tiempos pasados que andan
por ahí perdidos, a medio camino entre la ilusión y el olvido, esperando que
una puntita los haga asomar como el mago que saca el pañuelo de la galera. En
estos días se me aparecieron como visiones, en mi teléfono, enviados desde Mendoza,
unas fotos de mi sobrinito más chico, con una máscara nada menos que del Hombre
Araña, y él mismo me ha dicho por teléfono, “soy el ome araña” con una voz
tierna y un convencimiento que me dejó sin habla. Justamente este gurrumín que
es un piojo amoroso de tres años, justo él es “el ome araña”.
Este hecho descongeló recuerdos de cuando Nico, mi hijo,
tenía más o menos tres años, y, por supuesto, también tuvo su etapa de superhéroe. Nico no
se quitaba el traje de Batman ni para dormir, y esta fijación le duró bastante,
con lo cual fue necesario incluso conseguir un segundo traje de un talle más
grande, pues el de Batman original le había quedado chico. Además del traje,
tenía un muñeco con su propio Batimóvil que le permitía imaginar todo tipo de
situaciones donde Batman—él mismo, en su mente—salía a rescatar al desposeído,
al atrapado y a la víctima que colgaba desesperada de la cornisa de un
rascacielos.
En la familia ha habido una variedad de superhéroes en
pañales. Mi hermano Gabriel era, aún sin careta, el “Súper”, pues así lo había
bautizado cariñosamente papá. Esto surgió de una vez que le habían regalado un
karting precioso, anaranjado, con ruedas patonas, que tenía un autoadhesivo que
decía “Súper”. El nombre se le pegó. Luego también pasó por una etapa de
enmascarado, cuando apenas había salido la tira original de Batman y Robin. Él era
Robin, aunque de esto yo confieso tenía un vago recuerdo hasta hace pocos días,
pero lo he corroborado con fuentes que han preferido quedar en el anonimato.
Miki, cuatro años menor, era un bebé cuando papá compró
nuestro primer televisor en blanco y negro. Era un Phillips bastante pequeño, y
había llegado a casa con su mesita de fórmica y rueditas de baquelita. Era de
lo más práctico. El primer programa que recuerdo haber visto en ese televisor
fue el funeral de Juan Domingo Perón, transmitido en cadena nacional durante
tres días que se me hicieron interminables, en el invierno del ’75 si mal no
recuerdo. Nada más aburrido—y por demás tétrico para un niño—que ver un féretro
abierto y millares de personas desfilando para darle el último adiós. Pero
valió la pena aguantar ese tormento, porque lo que siguió en la tele en los
días posteriores fueron episodios de El
zorro, que mi hermanito, aún en pañales y chupete, observaba azorado,
paradito enfrente al aparato y sin perder detalle…
“En su corcel, cuando sale la luna, aparece el bravo Zorro”…
decía la canción de la cortina, y se dibujaba la silueta a contraluz del
enmascarado con su capa y su caballo. Miki se aprendió la canción y por
supuesto consiguió que mamá le hiciera una capa y un antifaz idénticos a los
del Zorro, y andaba por toda la casa con un palo a modo de espada marcando con
la Z a quien se le atravesara.
A mi hija de chiquita le encantaba el clásico en la versión
de Disney de Blancanieves y los siete enanitos. Vio la película tantas veces
que esa parte del video ya se había dañado de tanto retrocederlo, sobre todo la
canción de los enanitos que van a la mina “I-ho, I ho, from home to work we
go….” Ella también tenía su disfraz, era
una blancanieves preciosa de dos añitos.
Trato de recordar, de mi más tierna infancia, cuál sería mi
heroína, mi disfraz favorito. No tengo a mamá para preguntárselo, y los
recuerdos se desdibujan en el tiempo. Sé que tenía un tapado rojo tejido con
una capucha roja como la de Caperucita, y mi más nítido recuerdo de esa capita
son los besos que me daba mamá en los cachetes, casi tan colorados como el
sombrerito.
Creo que los superhéroes, tanto los de hoy como los de ayer,
son la encarnación de esos valores—o anti-valores—que más anhelamos o tememos,
conciente o inconscientemente. La Mujer Maravilla, Superman, Batman, Birdman,
el Increíble Hulk, los Cuatro Fantásticos… y hasta la Pantera Rosa, con su
actitud reaccionaria y pasivo-agresiva, nos ayudaron a crecer, y quizás suplían
con la ilusión del bien o el mal absoluto esa necesidad de ideales que todos
los humanos tenemos. En la edad adulta, nos aferramos a Jesucristo, a la
Virgen, a Mahoma, a Moisés, a Abraham. Nuestra ilusión es poderosa, la
bibliografía es rica y por demás abundante, y con estos superhéroes eternos
vamos remontando las vicisitudes de la vida. La vida no es fácil, está plagada
de trampas, desastres, pérdidas y dolores. Pero si tenemos a mano nuestro
superhéroe personal, quizás con su ayuda podamos afrontar la tormenta. Quizás
nuestro avión no se precipite al abismo. Y quizás, y por sobre todas las cosas,
podamos trascender de esta vida, tan efímera como maravillosa.
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