domingo, 25 de agosto de 2013

De Nerja a Los Andes*

*En la clásica novela “Corazón”, de Edmundo de Amicis, hay un capítulo que relata el fenómeno de la inmigración italiana a la Argentina, titulado “De Los Apeninos a Los Andes”. Este libro fue una de las primeras novelas que leí, cuando tenía unos 10 años. Lo recuerdo con nostalgia en este título.

En el comedor de su casa en Tiburcio Benegas, por allá por los ’80, mi abuela me dictó la primera receta para mi libro de cocina. El plato en cuestión era “Cola de res guisada”. Era una tarde de otoño, y estábamos tomando mate, o quizás té con leche, mamá, “la Lolá”—como todos la llamábamos, cariñosamente poniendo el acento en la “a” en vez de la “o”—y yo. Ellas dictaban, yo apuntaba para llevar conmigo algunas recetas indispensables a Estados Unidos, donde iba a ir a visitar a mi novio. Con veintiún años recién cumplidos, sabía poco y nada de cocina—en realidad sabía poco y nada de casi todo. Lo que sí tenía muy claro era aquello de que “al corazón de un hombre se llega por la boca” y no pensaba dejar ninguna entrada a dicho recinto librada al azar.



“Se lava la cola”—me dictó la Lolá. Yo me dispuse a tomar nota, hasta que mamá interrumpió, mientras pensaba en voz alta… “Ay, mami, ¿cómo va a escribir ‘se lava la cola’? ¡Suena muy mal!” Igual sonaban las otras opciones, pero finalmente nos pusimos de acuerdo en la siguiente: “Después de haber lavado cuidadosamente la cola”... Las tres nos reímos al unísono, y luego nos seguimos riendo por años recordando ese momento.

En esa casa tan querida de mis abuelos transcurrieron incontables horas de mi infancia y juventud. Era una casa amplia y fresca, construida en la década de los cincuenta, y ciertos toques de distinción y modernos para esa época. Una amplia sala con pisos oscuros y muebles empotrados, una vitrina para los figurillas de porcelana, cristal de Murano y alguno que otro adorno oriental. Una de las paredes estaba adornada con una colección de platos decorados. Todavía siento lo fresco que era ese ambiente en el verano. Había un sofá de cuero rojo que miraba hacia el ventanal con cortinas de voile, y separaba el estar del clásico comedor. 

La cocina tipo “pasillo” estaba revestida de azulejos magenta con bordes negros, de lo más chic por aquellos días, y había un mueble modular tipo bargueño que la separaba del comedor de diario. Este comedor era el centro indiscutible de la casa; todo lo que se conversaba, todas las labores y decisiones pasaban por esa mesa redonda que a menudo estaba cubierta con manteles a cuadritos blancos y rojos. El hogar a leña estaba enmarcado por una repisa sobre la cual descansaba un reloj carillón, que daba las horas con una campanadas distintivas: goooong gooong gooong… y las medias horas con sólo un golpe de campana.

Mis abuelos no eran tan mayores aún, ambos de sesenta y pico; llevaban una vida muy activa y, ahora que lo pienso, bastante feliz, a pesar de las diferencias lógicas en un matrimonio de cierta edad. Su casa era el centro de actividades de la familia, siempre estaba muy concurrida. Cuando no se estaba organizando una comida, se hacían preparativos para algún festín, se cosía algún ajuar o se estaba decorando el pesebre. Las dos hijas y los nietos éramos parte del revuelo, nos integrábamos en la tarea, cuando no aderezábamos dichas sesiones con algún dedo ensangrentado, algún chichón en la frente o alguna figurilla de la repisa quebrada. Y por supuesto, con la consiguiente "lloradera", como le llamaba papá a las rabietas, o las palmadas si nos habíamos portado mal: "te voy a hacer chas-chás en la cola". 

En el escritorio contiguo al comedor, lugar semi-sagrado y lleno de tesoros, estaba el flamante teléfono de baquelita negra con un cordel revestido en tela. Los números se discaban en un dial giratorio que se movía lentamente con un ritmo que ahora se me haría una eternidad. Dos-cincuenta-y-seis, siete, ochenta… "¿Holaaaaaa?" Con Gabriel nos peleábamos a ver quién llegaba antes a atender cuando repicaba.

Ramón Francisco Fernández, mi abuelo, era un hombre sencillo, trabajador, muy serio y conservador. Le gustaban las cosas “como es debido”, la comida en su horario, la casa en orden, su ropa limpia y planchada. Siempre llevaba pantalón gris, en invierno de lana, camisas discretas y claras, y cárdigan azul oscuro. Lo recuerdo muy prolijo y perfumado—usaba Old Spice—con el pelo completamente blanco bien corto, y notorias entradas en la frente que a veces cubría con un sombrero. Pañuelo al cuello, y en los días más fríos, un grueso chal de lana de alpaca. Tomaba una copita de anisado "3 Hermanos" después del almuerzo. Yo lo adoraba. Me encantaba sentarme en sus rodillas y abrazarlo. Aunque era hombre de pocas palabras, conmigo sí que conversaba, pues era su niña mimada, la primera y única nieta, hasta muchos años después cuando llegaron otras dos muñequitas a su vida.

Mi abuelo conmigo en brazos, c. verano del '67 

 
Aquí yo debo haber tenido unos cuatro años

Me llevaba a pasear en su auto—siempre nuevo e impoluto. Si llovía o corría viento, la salida quedaba suspendida, digamos que “por mal tiempo”. En realidad él no quería que se embarrara su Valiant,  su Chevy, o su Ford Fairlane. Íbamos “a dar la vuelta del perro” como él decía. Me llevaba a ver las carreras de bicicletas; lo curioso para mí era que uno de los ciclistas se llamaba igualito que él, Ramón Fernández, y por supuesto contaba con el patrocinio de su negocio, también homónimo. Recuerdo haberlo acompañado a carreras en pueblitos que en aquél entonces parecían remotos, como Pareditas, San Carlos, Tres Esquinas, Agrelo y la clásica “Vuelta de Villavicencio” que era “el sumum”, como él decía. 




Un Ford Fairlane parecido al de Ramón

Ciclistas en la Vuelta de Potrerillos
Yo iba en el asiento del acompañante y le iba diciendo todo lo que veía…

“—Veo veo
—¿qué ves?
—una cosa
—¿qué cosa?
—maravillosa
—¿de qué color?
—hmmmm ¡verde!”

En el camino a Villavicencio, por si no han ido nunca por ahí, no hay nada verde, es puro desierto seco y aburriiiiiiiiiido para un niño que quiera ir distrayéndose con el paisaje. Después de la cementera viene un camino recto, que parece que no llega a ningún sitio. Sin embargo, en un momento dado llega a un arco que separa la nada de este lado de la nada del otro lado… Y cerca del arco, de “este” lado, hay también un árbol…¡interesantísimo! 

El camino sube y baja y mi abuelo me decía en las subiditas “¡huiiiiiiija!”, esto me daba una sensación de vértigo en la pancita. En el antiguo hotel de Villavicencio pasamos días hermosos; este era uno de sus paseos favoritos. El hotel—hoy abandonado—está enclavado en un oasis de árboles centenarios, sauces, álamos y cipreses. El aire de montaña es allí siempre helado, y en invierno la nieve que recubre los techos y las laderas espolvorea de magia y silencio el lugar. Había un comedor señorial donde el almuerzo del domingo era un banquete; piscinas de aguas termales, y lo mejor de todo, un área de juegos para niños con un enorme tobogán—mi hermano se hizo un enorme chichón en la frente cuando se cayó de ahí arriba—,columpios y subibajas. Había también una capilla diminuta, donde podía recitar mis oraciones.

paisaje de montaña




viejo tobogán parecido al del Hotel Villavicencio

Otro paseo obligado era ir a la calesita. Mamá me ponía mi vestidito dominguero, zapatitos de charol negro y medias blancas caladas. La calesita del Parque General San Martín, importada tal vez de Europa, tenía caballitos y leones que subían y bajaban, algunos autos y botecitos. El abuelo me ayudaba a montar en mi caballito preferido y se quedaba parado al costado, mirándome pasar. En el centro de la calesita había una serie de retablos inspirados en “Caperucita Roja”. El señor encargado de la calesita se paraba en la plataforma y nos tentaba a sacar la sortija, un ganchito que él sostenía en un taco de madera. Si lograba capturar la sortija, ¡ganaba una vuelta más! A veces, cuando me cansaba de dar vueltas, el abuelo me compraba un turrón o un volantín, una especie de molinete para jugar con el viento.

La calesita del parque

Si de mi abuelo aprendí el amor a la naturaleza y a los paseos, de mi abuela aprendí el amor a la casa y a las tardes de té con tortitas. Dolores Mansilla de Fernández, nuestra Lolá, era el alma de la casa, mezcla de cascabel y revolución envueltos en una malagueña salerosa; de piel trigueña, rellenita y bajita, de carácter fuerte y buen corazón. Se peinaba a la moda de esos años 70’s, con altos peinados batidos que le agregaban un par de centímetros. Usaba apenas un toque de carmín en los labios y sombra gris sobre los párpados, acentuando su mirada profunda y sincera. A veces llevaba lentes de sol o un pañuelo al cuello, o se cubría el pelo con un pañuelo y lo anudaba bajo la barbilla, à la “Grace Kelly”. Por ahí anda una foto suya de juventud; se la ve radiante, con una sonrisa preciosa, dientes perfectos y blancos, y dos gruesas trenzas castañas que se cruzan formando el tocado. (Foto pendiente)

Viví con mis abuelos Lola y Ramón durante algunos meses entre mis catorce y quince años, mientras se terminaba la construcción de nuestra nueva casa. En ese período trasladaron el piano a Tiburcio Benegas para que pudiese continuar con mis estudios durante la transición. Mis abuelos estaban felices con este arreglo, y yo pasé ese año de lo más mimada. La Lolá, que ya tenía el nido vacío, estaba encantada de tenerme con ella. Con Gladys, la señora que le ayudaba, me malcriaron de lo lindo. Preparaban mis platos favoritos—ñoquis caseros con salsa pomarola, zapallitos rellenos con jamón y bechamel, “palomita” rellena con huevo y espinacas, matambre arrollado, bacalao a la vizcaina, y una infinidad de dulces y delicias de repostería. De los dulces caseros, mi favorito sin duda era el dulce de quinotos, toda una delicattessen ya que éste era un fruto exótico en Mendoza, y la jalea de membrillo, o el tradicional “arrope”, ideales para comer con queso fresco. Era una suerte que a pesar de ser tan jovencita, yo era muy delgada, porque esa “dieta” no era muy recomendable para cuidar la figura.

Ñoquis a la pomarola

Dulce de quinotos

Quinotos frescos
Lola y Ramón eran ambos hijos de inmigrantes españoles, y habían quedado huérfanos muy jóvenes. Los padres de él eran originarios de Logroño, en la provincia de Rioja, y los de ella, habían llegado a la Argentina alrededor del 1900, procedentes de Nerja, un pueblito cerca de Málaga, con un par de hijos a cuestas y otro en camino. 

La familia Mansilla-Ortega, c. 1920

Las penurias y falta de futuro que ofrecía Europa por aquellos tiempos habrían impulsado a estas familias a emigrar a América, en busca de un mejor porvenir. Pese a su común origen español y a las circunstancias de sus familias, Ramón y Lola eran muy distintos. Él era intenso y bastante serio, se enfocaba mucho en su negocio, aunque tenía muchos amigos, entre ellos recuerdo a sus vecinos, y a las familias Livellara, Llorca, Ragazzone, y el matrimonio Colo, con quienes se visitaban a menudo. También visitaba a sus hermanas, Anita y Rosa, y a la adorable tía Paz y a su esposo, Julián Echevarría, de quienes recuerdo su sonrisa y buen corazón. 


A la der., con un elegante traje claro, 
Ramón Francisco Fernáncez, c.1940

Ramón había perdido a sus padres muy temprano, ya a los ocho años trabajaba con el esposo de Anita, su hermana mayor, repartiendo leche en un carromato; por eso tuvo que abandonar la escuela. De jovencito puso un taller para reparar pinchaduras que con los años y mucho esfuerzo llegó a convertirse en una importante empresa de neumáticos y servicios para transportistas, pionera en la región. Allí pasamos muchas tardes, jugando a las escondidas con mis hermanos y primos en el sótano repleto de gomas. Nos escondíamos en las pilas de gomas y nos montábamos en la cinta transportadora, sacando de quicio al pobre abuelo que no quería que hubiera ni una pelusa fuera de lugar en su taller.

Vista del Carril Rodríguez Peña, tal como se ve hoy,
cerca de donde estaba el taller del abuelo




Lola era simpática y cantarina, le encantaba salir y pasear, vestirse en estampados y tonos alegres, su mayor deleite era cocinar para complacer a su marido y al resto de la familia. 
Era una de las menores de siete hermanos, que la habían criado luego de morir su madre, cuando ella tenía apenas cuatro años. Los Mansilla Ortega eran unidos y alegres, y muy sufridos. En la Argentina del “novecento” casi todas las familias eran así, en su mayoría procedentes de España, Italia y en menor proporción de otros países de Europa. La vida era sencilla y no excenta de altibajos, y como no había por ese entonces otra forma de evitar traer niños al mundo—salvo la abstinencia—pues… ¡no los evitaban!; cuando se reunían los más íntimos eran quince o más. Los hijos nacidos en el nuevo continente “se hicieron la América”. Había trabajo y oportunidades para todo el que estuviese dispuesto a partirse el lomo. “Al que madruga, Dios lo ayuda” era uno de tantos refranes con los que nos taladraron el cerebro de chiquitos.

Además de cocinar todo tipo de platos, mi abuela adoraba tejer. En Mendoza el invierno es bastante frío y largo, y los días son cortos. Yo iba a la escuela primaria en el turno tarde. Cuando salía a las 6 de la tarde, ya era de noche. A veces iba a la casa de mi abuela a tomar la leche y a ver la tele. Daban El llanero solitario, Bird Man, y El Chavo del 8. Nos daban una taza de leche caliente con Nesquik y tortitas tostadas con dulce o mantequilla. Sentados a la mesa redonda del comedor, con el hogar encendido y viendo la tele, éramos los niños más felices del mundo. A veces teníamos que hacer deberes, calcar un dibujito del Simulcop o pintar las páginas mimeografiadas con la cara de San Martín o el Escudo Nacional. O teníamos que estudiar las estrofas del Himno o Aurora. Después que caía el sol la Lolá corría los gruesos cortinados y organizaba la mesa. A veces quedaba sólo su tejido solitario, y algún paquetito con tortitas o un dulce casero que llevábamos a casa cuando papá nos pasaba a buscar.

Con los años seguimos viendo a los abuelos a diario, aunque la vida se nos fue complicando. En mis épocas de estudiante universitaria, Tiburcio Benegas era lugar obligado de pasada, para recargar pilas, tomar el té y poner a la Lolá al día de las novedades. En esa época mi abuela había cambiado su Fiat 1600 celeste por un Renault 12 rural, color terracota, que ella bautizó “La Carlota”. En ese auto aprendimos a manejar Gabriel y yo. La Carlota era mi salvación. Siempre me esperaba cuando salía del colegio o de las clases de piano, para llevarme raudamente a mis otras actividades. Mamá siempre necesitaba una mano, tan ocupada como estaba con mis hermanos, y luego con el trabajo. Y la Lolá siempre estaba allí para salvar el día. 

Aunque era una familia bastante tradicional, Lolá estaba dispuesta incluso a salirse del molde por nosotros cuando hacía falta. Cuando conocí al que luego sería mi esposo, que vivía en Nueva York, ella se puso de mi lado cuando decidí ir a visitarlo. Llevaba unos cuantos meses de noviazgo a la distancia, y comenzamos a planificar el reencuentro. Hoy puede sonar como algo común, pero por aquellos días una "niña" como yo no visitaba a su novio que vivía en el exterior. Pero las cosas se fueron acomodando, y supongo que todos vieron que las intenciones del "muchacho" eran las mejores. Mi abuela me regaló los pasajes para asegurarse de que pudiera regresar si así lo deseaba. Con ese gesto, ella me dio la posibilidad de elegir. Niky por supuesto, eternamente agradecido. Mi abuelo se limitó a chistar, musitando apenas su desacuerdo. “¡Qué barbaridad! ¡Qué cosa bárbara, che!”—decía. 

Lolá bailando con Niky en mi casa,
el día de la boda civil
El día de mi partida de Mendoza en el Aeropuerto El Plumerillo, estaban conversando mis dos abuelos varones, Antonio y Ramón. Ambos se recriminaban mutuamente el no haber intervenido a tiempo para evitar ese desenlace. Que su nieta viajara “solita” ya era lo suficientemente horrible. Que fuera a visitar al novio, era sencillamente imperdonable. Así y todo, ambos asistieron orgullosos a mi boda, cuando a los pocos meses regresé de Estados Unidos con el novio en ciernes. “Vino el gavilán y se llevó la blanca paloma”—sentenció Ramón Francisco, y alzó su copa para invitar al brindis “Que el barco del amor los lleve al puerto de la felicidad! ¡Salud!”

Ramón se quedó con las ganas de que alguno de sus nietos llevara su nombre; decía mamá que “Ramón” era demasiado feo, pero lo reivindicamos parcialmente cuando nació su bisnieto y lo bautizamos Nicolás Francisco, salvando el honor con el segundo nombre. Él no alcanzó a conocer al pequeño tocayo, pues murió de un ataque al corazón, antes de que yo pudiera llevar el bebé a Mendoza.

Con sus rarezas y sus obsesiones, Ramón Francisco está siempre en mis pensamientos. Lo recuerdo sentado en la mesa del comedor, esperando a que sirvieran la cena, con sus gruesos lentes y su periódico, que leía religiosamente. Una vez Lolá había hecho albóndigas con salsa. Ramón no veía bien, y una albóndiga fue a parar a su impecable pantalón. "Lola, estas albóndigas están muy redondas!"--sentenció. Sin duda era todo un personaje! En uno de mis viajes de visita a mi Mendoza querida, recién casada, fuimos juntos a ver el Carrousel de la Vendimia en la esquina de Tiburcio Benegas y Emilio Civit—nuestro lugar favorito para avistar el tradicional desfile. Él iba feliz, con mis primitas y conmigo, las tres “pequeñas” reinas de su corazón. Ya habían pasado para mí los años de la calesita y el molinete, pero él disfrutaba sabiamente ese momento.

Tuvimos a la Lolá con nosotros por muchos años más—de hecho ella sobrevivió a mamá. Yo la visitaba cuando estaba en Mendoza, le llevaba algún recuerdito o algo que traía de casa. Siempre me preguntaba por mis hijos, se acordaba perfectamente y me interrogaba por uno u otro pariente, siempre en el mismo orden. Se reía acordándose de nuestras travesuras, imitaba a los chicos andando en bicicleta o bailando. Le costaba mucho acordarse de su Ramón. A veces yo le ayudaba, le decía “Te acordás cuando me llevaba a ver las carreras de bicicleta”? y ella cerraba los ojitos, se sonreía y asentía… “¡Ay Mirita, cuantos recuerdos!”  

Llevo sus voces, sus perfumes y su amor grabados para siempre en mi corazón. La vieja colcha de lana tejida al crochet hace tantos años sigue dando vueltas por el mundo con mis cachivaches, igual que aquel cuaderno de recetas donde leo entre manchas "Se lava la cola...". He intentado hacer los dulces de la Lolá y sus salsas, y me pongo feliz cuando me quedan ricos como los suyos. Y siempre que escucho algún tango o valsecito cierro los ojos y pienso en esos tiempos pasados que no volverán.



Reunión familiar en casa de mamá, c. 1990

Una milonga favorita de todos 
por aquellos tiempos


Y les dejo la letra de este vals, todo un clásico como la Vuelta de Potrerillos:

"Así bailaban mis abuelos" 

Hoy, quiero revivir
La dicha de ayer, esa etapa feliz.
Hoy, vengan a bailar
Lo mismo que ayer quiero verlo otra vez.
Hoy, el amor es hoy
Si la juventud tan fugaz se marchó,
Y hoy los dos, bailando como ayer
Con sólo una ilusión, amar.

Así bailaban mis abuelos
Elegantes, marcando el compás,
Así bailaban... enamorados
Mientras giraban al ritmo del vals.
Así bailaban mis abuelos
Con el mundo rodando a sus pies,
Abuelos, no lloren abuelos
Volvamos de nuevo, de nuevo a soñar,
Bailemos, abuelos, bailemos
Que el vals y la vida, girando se van.

Coda:
Abuelos, queridos abuelos
Bailemos, bailemos, al ritmo del vals...

Letra : Silvio Soldán  (Williams Silvio Soldán)
Música : Héctor Varela  (Salustiano Paco Varela) y Tití Rossi  (Ernesto Ovidio Rossi)

Grabado por la orquesta de Héctor Varela con las voces de Jorge Falcón y Fernando Soler.




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