sábado, 17 de agosto de 2013

¿Se acuerdan?

Dedico este capítulo a mis hermanos y primos, con quienes compartimos tantos recuerdos. Y a mis hijos y sobrinos... los que aún son niños y los que ya no lo son tanto. A mi papá y mamá, y al recuerdo de mis nonos. Hay muchas más historias, que ya irán saliendo. 

“En este domingo de agosto, Día del Niño
hoy más que nunca regale un juguete, regale cariño.
Regale amor, regale cariño, regale un juguete
Para el día del niño”

Creo que el día del niño como tal no se instituyó hasta principios de los ’80, cuando ya no era tan niña. O quizás un poquito antes. Pero recuerdo la cancioncita y se me agolpan las imágenes de muñecas Fiorella, autitos Matchbox, camioncitos Duravit, ladrillitos Rasti y juegos con nombres que—recién lo noto ahora—son tan nuestros como el dulce de leche. El Estanciero, el Sufra y la Ruleta, el Ludo y el Ta-te-tí. Nuestra infancia estuvo pespunteada con regalos inolvidables, envueltos en el tiempo de nuestros padres y el cariño de las horas que pasaron eligiéndolos, envolviéndolos, y luego jugando con nosotros. Recuerdo como si fuera hoy la muñeca que me trajo papá de Buenos Aires, era la más linda del mundo, era bastante grande, casi del tamaño de un bebé de verdad, llevaba un traje rojo con encaje negro, peinetón y mantilla. No la bauticé, pues ella era sencillamente “mi dama antigua”. A mi hermano le regalaban ladrillitos, con ellos hacíamos casitas, autos con rueditas y motores… construíamos un mundo de fantasía donde no había reglas, ni límites, solo aquéllos impuestos por nuestra propia imaginación.

Gabrielito, Mirnamalia, Jorge Luis, Marcelita, Maritza, Francisco Antonio, Miguelito, Gustavito, María Alicia,

Jorge Luis, Gustavito, Gabriel, Mirita y Mirnamalia

Los tres "indios" en el patio de la nona

Jugando en la vereda de la nona, en la calle Fader

El nono descargando un chivito, Maritza feliz

La nona con tres de sus nietos (faltan Fran y Miki que era chiquito)

Jugando a las muñecas Mirna y yo

con los nonos
¿ustedes se acuerdan? ¿Se acuerdan del día que nos llevaron al taller del abuelo Ramón y jugamos a las escondidas entre las pilas de gomas? Hacía tanto calor, que nos quedamos en calzones y nos chayamos con una manguera. El abuelo Ramón nos llevaba al parque a pasear, vestidos de domingo, y nos compraban volantines y chupetones, unos caramelos gigantes y preciosos, de colores nacarados y sabores riquísimos. Mirna y yo fuimos objeto del lente del tío Jorge, que era fotógrafo profesional y nos sacó las fotos más lindas del mundo una tarde en el Parque Aborígen, las dos sentaditas en un banco, Mirna con sus colitas y yo con mi rodete rubio, nuestras mejillas bien juntitas, contándonos confidencias. ¿De qué hablaríamos tan serias a los cinco o seis años? La foto en sepia no lo dice. Seguramente habríamos encontrado un bichito o una vaquita de San Antonio y la mirábamos caminar entre nuestras manos.

¿Se acuerdan de los cuentos del nono? El nonito más bello del mundo, un ‘tano’ tan blanco y rubio, peladito, con unos ojos verdes dulces y soñadores. De chico le habían hecho tratamientos con cataplasmas calientes en el pecho—no sé qué enfermedad se podría curar con semejantes torturas—y le habían quedado las marcas de las quemaduras. También tenía moretones y secuelas de otros golpes en sus desteñidas y lampiñas piernas. Yo le preguntaba, “Nono, ¿cómo te hiciste eso?” y él me contaba de su lucha con los leones en África. “Era un león gigante, apareció de repente, me atacó y me dejó estas marcas en el cuerpo”. Yo lo miraba extasiada… ¡era mi héroe! Después fue pasando el tiempo y ya no le creía las historias pero igual me encantaba escucharlo mientras se las contaba a mis hermanitos o a los primos más chicos.

¿Se acuerdan de los paseos al cine los domingos por la tarde? Después de almorzar en lo de la nona, nos llevaban al Matinée del
Cine Lux, en la calle San Martín. Allí daban una tanda de tres películas. Allí vimos Luna de papel, Mi adorado Benji, y la Película de Abba. Después nos iban a buscar y nos llevaban a tomar chocolate con churros.

La vereda en el Santa Ana, en verano y en invierno, era escenario de nuestras andanzas. La mancha, las escondidas, las bicis Aurorita, ¡los patines nuevos con rueditas anaranjadas! ¡Qué emoción! En la siesta jugábamos al “Ring-Raje”, que consistía en tocar el timbre de los vecinos y luego salir corriendo a escondernos, para que la víctima, al asomarse, no encontrara absolutamente a nadie. Jugábamos a “la payana”, el juego de cinco piedritas, una se tira para arriba mientras se recogen sucesivamente una y tres, dos y dos, y cuatro juntas, antes de que caiga la piedrita principal. Era difícil lograr que las cinco piedritas cupiesen en nuestras pequeñas manitos. ¿Se acuerdan? Jugábamos en el puentecito de la vereda, que era bien lisito… a la sombra del paraíso.

Con Gustavo, el primo mayor, y los otros varones salíamos a hacer fechorías a la calle. Más allá del zanjón al final del barrio—andurriales prohibidos en aquellos tiempos—había un cañaveral. Gustavo tenía un machete y con él cortábamos las cañas, les sacábamos las hojas y las ahuecábamos para hacer cerbatanas. Enseguida juntábamos semillas o piedrecitas, o hacíamos bolitas de papel mojado que hacían las veces de munición. Gustavo era el más “indio” de todos. Conseguía las mejores horquetas y hacía hondas para los muchachos. Las niñas sólo a veces conseguíamos que nos las prestaran, pero como no sabíamos tirar, sólo servía para que se rieran y mofaran de nosotras. Lo que sí nos encantaba a todos era trepar a los árboles.

En el patio de casa, en María Curie al 6534, había un ciruelo enorme. Gabriel y yo nos trepábamos y allá arriba en unas ramas que formaban un codo, habíamos hecho una casita, teníamos almohadones robados de casa y nos pasábamos la mañana en el limbo, sin problema. Desde allí espiábamos a la vecina, una señora mayor que era la solterona de la cuadra. Doña Rosa se llamaba… era maestra en la Escuela Hogar y usaba una peluca horrorosa color castaño oscuro. Tenía un fitito 500 que debe haber sido modelo ‘65, color gris. Siempre torturábamos con nuestros gritos a la pobre Rosa, pasábamos con los patines por su vereda y tirábamos la pelota al patio de su casa. Ella nos retribuía con una perorata cuando tocábamos aterrorizados a su puerta para que nos la devolviera.

En esos fríos inviernos mendocinos, jugábamos a veces en el patio o la vereda. Mamá nos abrigaba bien con gruesos suéteres de lana tejidos a mano, y allá íbamos, a jugar, libres. Jugábamos en alguna pila de arena amontonada en la calle, con baldecitos de agua hacíamos barro y construíamos caminitos para los camiones de juguete. Las manos nos quedaban percudidas y ásperas, las uñas negras de mugre. Un día encontramos una gata en el patio que acababa de tener gatitos. Eran preciosos los cuatro o cinco mininos; cieguitos, pues no habían abierto los ojos. No sé cómo la gata nos dejó jugar con los gatitos, los acunábamos, los limpiábamos y les dábamos leche con un gotero o una cucharita. Un día amanecieron llenos de caca, y decidimos bañarlos con el agua helada de la manguera! Los pobres gatos, perecieron al día siguiente, y nosotros amanecimos rascándonos… A los pocos días se nos caía el pelo, síndrome que papá bautizó y hasta hoy, cuando algo nos produce picazón, nos da “gatitis”.

Mi hermano Miki, el más chiquito de todos, por supuesto el más mimado, era el bebé más precioso y rubio del mundo—su piel parecía transparente, y tenía los ojitos “gris-averdado” como había dicho Gabriel. Un día estaban las mujeres haciendo dulce de membrillo en la pequeña cocina de María Curie. Era invierno y hacía frío. Este dulce tan tradicional y tan mendocino, se prepara con la pulpa de la fruta, que luego de pelar y descarozar, se tritura en la máquina de moler carne—o con la Kenwood maravillosa de mamá—se le agrega azúcar en proporciones iguales, para luego darle punto poco a poco en una paila de cobre. A medida que transcurría la tarde, se iba juntando la pulpa en un fuentón de plástico. El fuentón estaba en el piso de la galería, bajo el cuidado de la tía Niní. Cuando ya estaba casi lleno, Miki, que debe haber tenido un año y medio, decidió asomarse. Con un dedito se tentó, luego metió el brazo hasta el codo en la pasta—el suéter hasta los codos embadurnado de dulce—y se dio un festín. ¿Ustedes no se acuerdan?, ¡Yo sí! Hmmm… les saco la lengua…

A veces, en las tiras de Mafalta me veo a mí misma, a mis hermanos, a mis primitos, veo el pequeñoenorme mundo que habitábamos, las fantasías que inventábamos, la inocencia que nos rodeaba, la libertad que teníamos. Juntábamos figuritas, y los varones también coleccionaban chapitas circulares que tenían impresas en una cara fotos de los jugadores de fútbol famosos. Las intercambiábamos con otros chicos, ¡hacíamos negocios! Un día mi hermano se había vuelto millonario—los parientes le habían regalado casi dos millones de pesos de entonces para la comunión—fue al quiosco de la esquina y se gastó los dos millones en figuritas de “El mundo en que vivimos”, el álbum que todos queríamos completar. A algunos nos faltaban apenas algunas figuritas que eran particularmente difíciles de conseguir—el editor, sagaz, había impreso sólo muy pocas de ciertas figuritas clave. No se podían conseguir “El cisne” ni “la Tarántula”. La pila de figuritas era tan alta que no nos alcanzaba una mano para agarrarlas todas juntas. Y aún en ese montoncito de figuritas faltaban esas dos críticas. Si lograbas llenar el álbum, te daban una pelota de fútbol No. 5, de cuero y todo.

Leíamos el Billiken y a veces Anteojito. Cuando trajeron la primera tele a casa, yo tenía 9 años. Lo sé porque el primer programa que vimos, durante tres días seguidos, fue el velorio multitudinario y aburridísimo de Juan Perón. Por las tardes, en el 7 y el 9 veíamos El Zorro, Birdman, Super-Hijitus, y el Topo Gigio; unos años después llegó El libro gordo de Petete y las películas de Luis Sandrini. Carlitos Balá y Martín Pescador, y nuestros amadísimos Gaby, Fofó y Miliki. Con sus canciones aprendimos a ver la vida, a reírnos y a jugar.

Las nenas sabíamos cientos de canciones y rondas, jugábamos con las palmas, una enfrente a la otra, cantábamos y nos golpeábamos las manos

“Aquél manzano ya no floreció
será tal vez por su vejez.
Por eso mi alma se entristeció
Al ver que se marchitoooooo.
Ayer… ayer… he visto yo al pasaaaar.
Que yaaaa no está…
El manzano amigo de aquel lugaaaaaar.”

En otras rondas se formaba una fila de niños y uno pasaba al frente y galopaba de costado hacia uno y otro lado de la fila, mientras los otros aplaudíamos y cantábamos:

“Que salga la dama,
que salga la dama,
que la quiero ver bailar,
saltar y brincar,
andar por los aires
y moverse con mucho donaire.

Que déjela sola,
sola y solita
que la quiero ver bailar
saltar y brincar,
andar por los aires
y moverse con mucho donaire.”

Otra preciosa que cantaba el nono era más vieja y sólo recuerdo algunas estrofas desmigajadas…

Estaba la blanca paloma
sentada en un verde limón.
Con el pico cortaba la rama,
con la rama cortaba la flor.
Ay ay ay ¿cuando vendrá mi amor?
Ay ay ay ¿cuándo lo veré yo?

Me arrodillo a los pies de mi amante,
me levanto constante constante.
Dame la mano,
dame la otra,
dame un besito sobre mi boca.
Haré la media vuelta,
haré la vuelta entera,
daré un pasito atrás,
haciendo la reverencia.
Pero no, pero no, pero no,
porque me da vergüenza.
Pero sí, pero sí, pero sí,
porque te quiero a tí.

Y la más mendocina de todas las rondas… “La refalosa”

A la re-a la re-falosa
con patín es otra cosa.
Yo quiero andar en patín
por la calle San Martín.
Y rodar por la Alameda
Todas las veces que quie…eeé, eeé, eeé, eeeeera.

Otra favorita era la Farolera, que tenía un mensaje no del todo sutil…
La farolera tropezó
y en la calle se cayó
y al pasar por un cuartel
se enamoró de un coronel.

Alcen la barrera
para que pase la farolera
de la Puerta ‘l sol
Subo la escalera
y enciendo el farol.
A la media noche
me puse a contar.
Y todas las cuentas
me salieron mal.
Dos y dos son cuatro,
cuatro y dos son seis,
seis y dos son ocho,
y ocho dieciséis.
Y ocho veinticuatro,
y ocho treinta y dos,
Anima bendita
me arrodillo en vos.

Vaya Ud. a saber qué significaban estas canciones. Quizás habían venido en barco con nuestros antepasados, que las cantaban en otras lenguas y dialectos. Con los años las letras desteñidas se habrían ido cambiando hasta que algunas ya no tenían mucho sentido. Pero igual las cantábamos, las memorizábamos y fueron la banda de la película de nuestra infancia.

Yo le tenía miedo a los perros, así es que cualquier vuelta a la manzana en bicicleta se podía transformar en un episodio de terror. En la esquina había un perro grande, pero estaba atado, y más allá uno que salía a ladrar al que pasara, con un ladrido insistente y agudo. Un día me mandaron a buscar algo al Almacén de Don Tito, que estaba en la calle Cuyo, a tres cuadras de casa. Yo debo haber tenido unos ocho o nueve añitos. Pasé por la casa de Dieguito, y de mi amiga Elisa, y seguí con el cesto de las compras. Una vez en la carnicería, esperé mi turno y compré lo que mamá había anotado en un papelito. Don Tito tenía poco pelo, y se lo peinaba hacia un costado, tapando la pelada. Pagué, me dieron el vuelto, y cuando iba a salir, vi un perro gigante que se había recostado sobre la puerta del almacén. ¡No podía salir! Me tuve que quedar allí, hasta que mamá notó que tardaba demasiado y fue a rescatarme.

Otro día hice la peor de las travesuras: me escapé. Tenía siete años y mamá acababa de llegar a casa del hospital, con mi hermanito Miguel recién nacido. Debo haber estado loca de celos. Me fui sin avisar, a la casa de una amiguita, ¡que vivía a siete u ocho cuadras! Imagínense el susto que debe haber pasado mi angustiada madre. De lo de mi amiga, aún sin avisar, decidí ir a visitar a mi nona Adela. ¡Llegar hasta allá era toda una travesía! No sé cómo llegué sin perderme. La nona se asustó tanto cuando me vio, que casi se infarta. ¡Qué disgusto!...no sé cómo hizo para avisar… Cuando llegué de vuelta a casa de una oreja, había una muchedumbre, media vecindad y creo hasta la policía en la puerta. Mamá salió llorando, primero a abrazarme y besarme, y luego a reprenderme y ponerme en penitencia toda la tarde.

Cientos de momentos, imágenes y sensaciones se agolpan en mi memoria. Mamá cantaba siempre una cancioncita:

Tengo una petaquita
para ir guardando
las penas y pesares
que voy pasando.
Pero algún día
pero algún día
abro la petaquita
y la hallo vacía.

Desafiando la física muy particular de la canción, y por fortuna, mi cajita de recuerdos está repleta. Recuerdos frescos como duraznos recién cortados, tibios como natillas de canela, ácidos como la pulpa del dulce de membrillo, y dulces como el arroz con leche de mi abuela Lolá.



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