Dedico este capítulo a mis hermanos y primos, con quienes compartimos tantos recuerdos. Y a mis hijos y sobrinos... los que aún son niños y los que ya no lo son tanto. A mi papá y mamá, y al recuerdo de mis nonos. Hay muchas más historias, que ya irán saliendo.
“En este domingo de
agosto, Día del Niño
hoy más que nunca
regale un juguete, regale cariño.
Regale amor, regale
cariño, regale un juguete
Para el día del niño”
Creo que el día del
niño como tal no se instituyó hasta principios de los ’80, cuando ya no era tan niña. O quizás un poquito antes. Pero recuerdo la cancioncita y se me
agolpan las imágenes de muñecas Fiorella, autitos Matchbox, camioncitos
Duravit, ladrillitos Rasti y juegos con nombres que—recién lo noto ahora—son
tan nuestros como el dulce de leche. El Estanciero, el Sufra y la Ruleta, el
Ludo y el Ta-te-tí. Nuestra infancia estuvo pespunteada con regalos
inolvidables, envueltos en el tiempo de nuestros padres y el cariño de las
horas que pasaron eligiéndolos, envolviéndolos, y luego jugando con nosotros.
Recuerdo como si fuera hoy la muñeca que me trajo papá de Buenos Aires, era la
más linda del mundo, era bastante grande, casi del tamaño de un bebé de verdad,
llevaba un traje rojo con encaje negro, peinetón y mantilla. No la bauticé, pues
ella era sencillamente “mi dama antigua”. A mi hermano le regalaban
ladrillitos, con ellos hacíamos casitas, autos con rueditas y motores…
construíamos un mundo de fantasía donde no había reglas, ni límites, solo
aquéllos impuestos por nuestra propia imaginación.
Gabrielito,
Mirnamalia, Jorge Luis, Marcelita, Maritza, Francisco Antonio, Miguelito,
Gustavito, María Alicia,
Jorge Luis, Gustavito, Gabriel, Mirita y Mirnamalia |
Los tres "indios" en el patio de la nona |
Jugando en la vereda de la nona, en la calle Fader |
El nono descargando un chivito, Maritza feliz |
La nona con tres de sus nietos (faltan Fran y Miki que era chiquito) |
Jugando a las muñecas Mirna y yo |
con los nonos |
¿Se acuerdan de los
cuentos del nono? El nonito más bello del mundo, un ‘tano’ tan blanco y rubio,
peladito, con unos ojos verdes dulces y soñadores. De chico le habían hecho
tratamientos con cataplasmas calientes en el pecho—no sé qué enfermedad se podría
curar con semejantes torturas—y le habían quedado las marcas de las quemaduras.
También tenía moretones y secuelas de otros golpes en sus desteñidas y lampiñas
piernas. Yo le preguntaba, “Nono, ¿cómo
te hiciste eso?” y él me contaba de su lucha con los leones en África. “Era un
león gigante, apareció de repente, me atacó y me dejó estas marcas en el
cuerpo”. Yo lo miraba extasiada… ¡era mi héroe! Después fue pasando el tiempo y
ya no le creía las historias pero igual me encantaba escucharlo mientras se las
contaba a mis hermanitos o a los primos más chicos.
¿Se acuerdan de los
paseos al cine los domingos por la tarde? Después de almorzar en lo de la nona,
nos llevaban al Matinée del
Cine Lux, en la calle San Martín. Allí daban una
tanda de tres películas. Allí vimos Luna de papel, Mi adorado Benji, y la
Película de Abba. Después nos iban a buscar y nos llevaban a tomar chocolate
con churros.
La vereda en el
Santa Ana, en verano y en invierno, era escenario de nuestras andanzas. La
mancha, las escondidas, las bicis Aurorita, ¡los patines nuevos con rueditas
anaranjadas! ¡Qué emoción! En la siesta jugábamos al “Ring-Raje”, que consistía
en tocar el timbre de los vecinos y luego salir corriendo a escondernos, para
que la víctima, al asomarse, no encontrara absolutamente a nadie. Jugábamos a “la
payana”, el juego de cinco piedritas, una se tira para arriba mientras se
recogen sucesivamente una y tres, dos y dos, y cuatro juntas, antes de que
caiga la piedrita principal. Era difícil lograr que las cinco piedritas cupiesen
en nuestras pequeñas manitos. ¿Se
acuerdan? Jugábamos en el puentecito de la vereda, que era bien lisito… a la
sombra del paraíso.
Con Gustavo, el
primo mayor, y los otros varones salíamos a hacer fechorías a la calle. Más
allá del zanjón al final del barrio—andurriales prohibidos en aquellos tiempos—había
un cañaveral. Gustavo tenía un machete y con él cortábamos las cañas, les
sacábamos las hojas y las ahuecábamos para hacer cerbatanas. Enseguida
juntábamos semillas o piedrecitas, o hacíamos bolitas de papel mojado que hacían
las veces de munición. Gustavo era el más “indio” de todos. Conseguía las
mejores horquetas y hacía hondas para los muchachos. Las niñas sólo a veces
conseguíamos que nos las prestaran, pero como no sabíamos tirar, sólo servía
para que se rieran y mofaran de nosotras. Lo que sí nos encantaba a todos era trepar
a los árboles.
En el patio de casa,
en María Curie al 6534, había un ciruelo enorme. Gabriel y yo nos trepábamos y
allá arriba en unas ramas que formaban un codo, habíamos hecho una casita,
teníamos almohadones robados de casa y nos pasábamos la mañana en el limbo, sin
problema. Desde allí espiábamos a la vecina, una señora mayor que era la
solterona de la cuadra. Doña Rosa se llamaba… era maestra en la Escuela Hogar y
usaba una peluca horrorosa color castaño oscuro. Tenía un fitito 500 que debe
haber sido modelo ‘65, color gris. Siempre torturábamos con nuestros gritos a
la pobre Rosa, pasábamos con los patines por su vereda y tirábamos la pelota al
patio de su casa. Ella nos retribuía con una perorata cuando tocábamos aterrorizados
a su puerta para que nos la devolviera.
En esos fríos inviernos
mendocinos, jugábamos a veces en el patio o la vereda. Mamá nos abrigaba bien
con gruesos suéteres de lana tejidos a mano, y allá íbamos, a jugar, libres.
Jugábamos en alguna pila de arena amontonada en la calle, con baldecitos de
agua hacíamos barro y construíamos caminitos para los camiones de juguete. Las
manos nos quedaban percudidas y ásperas, las uñas negras de mugre. Un día encontramos
una gata en el patio que acababa de tener gatitos. Eran preciosos los cuatro o
cinco mininos; cieguitos, pues no habían abierto los ojos. No sé cómo la gata
nos dejó jugar con los gatitos, los acunábamos, los limpiábamos y les dábamos leche
con un gotero o una cucharita. Un día amanecieron llenos de caca, y decidimos
bañarlos con el agua helada de la manguera! Los pobres gatos, perecieron al día
siguiente, y nosotros amanecimos rascándonos… A los pocos días se nos caía el
pelo, síndrome que papá bautizó y hasta hoy, cuando algo nos produce picazón,
nos da “gatitis”.
Mi hermano Miki, el
más chiquito de todos, por supuesto el más mimado, era el bebé más precioso y
rubio del mundo—su piel parecía transparente, y tenía los ojitos “gris-averdado”
como había dicho Gabriel. Un día estaban las mujeres haciendo dulce de membrillo
en la pequeña cocina de María Curie. Era invierno y hacía frío. Este dulce tan
tradicional y tan mendocino, se prepara con la pulpa de la fruta, que luego de
pelar y descarozar, se tritura en la máquina de moler carne—o con la Kenwood
maravillosa de mamá—se le agrega azúcar en proporciones iguales, para luego
darle punto poco a poco en una paila de cobre. A medida que transcurría la
tarde, se iba juntando la pulpa en un fuentón de plástico. El fuentón estaba en
el piso de la galería, bajo el cuidado de la tía Niní. Cuando ya estaba casi
lleno, Miki, que debe haber tenido un año y medio, decidió asomarse. Con un
dedito se tentó, luego metió el brazo hasta el codo en la pasta—el suéter hasta
los codos embadurnado de dulce—y se dio un festín. ¿Ustedes
no se acuerdan?, ¡Yo sí! Hmmm… les saco la lengua…
A veces, en las
tiras de Mafalta me veo a mí misma, a mis hermanos, a mis primitos, veo el
pequeñoenorme mundo que habitábamos, las fantasías que inventábamos, la
inocencia que nos rodeaba, la libertad que teníamos. Juntábamos figuritas, y los
varones también coleccionaban chapitas circulares que tenían impresas en una
cara fotos de los jugadores de fútbol famosos. Las intercambiábamos con otros
chicos, ¡hacíamos negocios! Un día mi hermano se había vuelto millonario—los
parientes le habían regalado casi dos millones de pesos de entonces para la
comunión—fue al quiosco de la esquina y se gastó los dos millones en figuritas
de “El mundo en que vivimos”, el álbum que todos queríamos completar. A algunos
nos faltaban apenas algunas figuritas que eran particularmente difíciles de
conseguir—el editor, sagaz, había impreso sólo muy pocas de ciertas figuritas
clave. No se podían conseguir “El cisne” ni “la Tarántula”. La pila de
figuritas era tan alta que no nos alcanzaba una mano para agarrarlas todas
juntas. Y aún en ese montoncito de figuritas faltaban esas dos críticas. Si
lograbas llenar el álbum, te daban una pelota de fútbol No. 5, de cuero y todo.
Leíamos el Billiken
y a veces Anteojito. Cuando trajeron la primera tele a casa, yo tenía 9 años.
Lo sé porque el primer programa que vimos, durante tres días seguidos, fue el
velorio multitudinario y aburridísimo de Juan Perón. Por las tardes, en el 7 y
el 9 veíamos El Zorro, Birdman, Super-Hijitus, y el Topo Gigio; unos años
después llegó El libro gordo de Petete y las películas de Luis Sandrini.
Carlitos Balá y Martín Pescador, y nuestros amadísimos Gaby, Fofó y Miliki. Con
sus canciones aprendimos a ver la vida, a reírnos y a jugar.
Las nenas sabíamos
cientos de canciones y rondas, jugábamos con las palmas, una enfrente a la
otra, cantábamos y nos golpeábamos las manos
“Aquél manzano ya
no floreció
será tal vez por su
vejez.
Por eso mi alma se
entristeció
Al ver que se
marchitoooooo.
Ayer… ayer… he
visto yo al pasaaaar.
Que yaaaa no está…
El manzano amigo de
aquel lugaaaaaar.”
En otras rondas se
formaba una fila de niños y uno pasaba al frente y galopaba de costado hacia
uno y otro lado de la fila, mientras los otros aplaudíamos y cantábamos:
“Que salga la dama,
que salga la dama,
que la quiero ver
bailar,
saltar y brincar,
andar por los aires
y moverse con mucho
donaire.
Que déjela sola,
sola y solita
que la quiero ver
bailar
saltar y brincar,
andar por los aires
y moverse con mucho
donaire.”
Otra preciosa que
cantaba el nono era más vieja y sólo recuerdo algunas estrofas desmigajadas…
Estaba la blanca
paloma
sentada en un verde
limón.
Con el pico cortaba
la rama,
con la rama cortaba
la flor.
Ay ay ay ¿cuando vendrá mi amor?
Ay ay ay ¿cuándo lo veré yo?
Me arrodillo a los
pies de mi amante,
me levanto
constante constante.
Dame la mano,
dame la otra,
dame un besito
sobre mi boca.
Haré la media
vuelta,
haré la vuelta
entera,
daré un pasito
atrás,
haciendo la
reverencia.
Pero no, pero no,
pero no,
porque me da
vergüenza.
Pero sí, pero sí,
pero sí,
porque te quiero a
tí.
Y la más mendocina
de todas las rondas… “La refalosa”
A la re-a la
re-falosa
con patín es otra
cosa.
Yo quiero andar en
patín
por la calle San
Martín.
Y rodar por la
Alameda
Todas las veces que
quie…eeé, eeé, eeé, eeeeera.
Otra favorita era
la Farolera, que tenía un mensaje no del todo sutil…
La farolera tropezó
y en la calle se
cayó
y al pasar por un
cuartel
se enamoró de un
coronel.
Alcen la barrera
para que pase la
farolera
de la Puerta ‘l sol
Subo la escalera
y enciendo el
farol.
A la media noche
me puse a contar.
Y todas las cuentas
me salieron mal.
Dos y dos son
cuatro,
cuatro y dos son
seis,
seis y dos son
ocho,
y ocho dieciséis.
Y ocho
veinticuatro,
y ocho treinta y
dos,
Anima bendita
me arrodillo en
vos.
Vaya Ud. a saber
qué significaban estas canciones. Quizás habían venido en barco con nuestros
antepasados, que las cantaban en otras lenguas y dialectos. Con los años las
letras desteñidas se habrían ido cambiando hasta que algunas ya no tenían mucho
sentido. Pero igual las cantábamos, las memorizábamos y fueron la banda de la
película de nuestra infancia.
Yo le tenía miedo a
los perros, así es que cualquier vuelta a la manzana en bicicleta se podía
transformar en un episodio de terror. En la esquina había un perro grande, pero
estaba atado, y más allá uno que salía a ladrar al que pasara, con un ladrido
insistente y agudo. Un día me mandaron a buscar algo al Almacén de Don Tito, que
estaba en la calle Cuyo, a tres cuadras de casa. Yo debo haber tenido unos ocho
o nueve añitos. Pasé por la casa de Dieguito, y de mi amiga Elisa, y seguí con
el cesto de las compras. Una vez en la carnicería, esperé mi turno y compré lo
que mamá había anotado en un papelito. Don Tito tenía poco pelo, y se lo
peinaba hacia un costado, tapando la pelada. Pagué, me dieron el vuelto, y
cuando iba a salir, vi un perro gigante que se había recostado sobre la puerta
del almacén. ¡No podía salir! Me tuve que quedar allí, hasta que mamá notó que
tardaba demasiado y fue a rescatarme.
Otro día hice la
peor de las travesuras: me escapé. Tenía siete años y mamá acababa de llegar a
casa del hospital, con mi hermanito Miguel recién nacido. Debo haber estado
loca de celos. Me fui sin avisar, a la casa de una amiguita, ¡que vivía a siete
u ocho cuadras! Imagínense el susto que debe haber pasado mi angustiada madre.
De lo de mi amiga, aún sin avisar, decidí ir a visitar a mi nona Adela. ¡Llegar
hasta allá era toda una travesía! No sé cómo llegué sin perderme. La nona se
asustó tanto cuando me vio, que casi se infarta. ¡Qué disgusto!...no sé cómo
hizo para avisar… Cuando llegué de vuelta a casa de una oreja, había una
muchedumbre, media vecindad y creo hasta la policía en la puerta. Mamá salió
llorando, primero a abrazarme y besarme, y luego a reprenderme y ponerme en
penitencia toda la tarde.
Cientos de
momentos, imágenes y sensaciones se agolpan en mi memoria. Mamá cantaba siempre
una cancioncita:
Tengo una petaquita
para ir guardando
las penas y pesares
que voy pasando.
Pero algún día
pero algún día
abro la petaquita
y la hallo vacía.
Desafiando la
física muy particular de la canción, y por fortuna, mi cajita de recuerdos está
repleta. Recuerdos frescos como duraznos recién cortados, tibios como natillas
de canela, ácidos como la pulpa del dulce de membrillo, y dulces como el arroz con leche de mi abuela Lolá.
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